Declarada por la UNESCO como una de las nuevas maravillas del mundo, la Gran Muralla China es uno de los monumentos de los que China se enorgullece y que recibe la mayor cantidad de visitantes al año. Erigida por varios gobernantes, fue el emperador Qin quien la unificó y extendió para defenderse de los ataques invasores de Mongolia interior.
Palabras y fotos: Silvia Demetilla
Edición impresa (Borde)
La muralla china se construyó a lo largo de dos mil años y llegó a tener más de veinte mil kilómetros de longitud de los que, en la actualidad, se conservan solo un treinta por ciento. Al igual que otras fortificaciones que hoy consideramos extraordinarias desde el punto vista arquitectónico, la historia de la muralla también nos recuerda el esfuerzo inverosímil de los millones de personas que ayudaron a erigirla y a cuidarla, entre ellas soldados, campesinos y presos.
En un abrir y cerrar de ojos me encuentro recorriendo el circuito de senderismo de Jinshanling a Gubeikou donde camino junto a mi gran compañera de aventuras, mi hija P, unos diez kilómetros de distancia en los que mayoritariamente la muralla está sin restaurar y que equivale, según un app en mi móvil, a subir noventa y seis pisos.
Mi primer contacto en China es Gary, director de Great Wall Inn, quien amablemente me informa acerca de los atractivos de la zona. Por él supe que para llegar debía tomar un autobús de larga distancia desde la estación de Dongzhimen en Pekín y, a pesar del desafío del idioma y de la dificultad para encontrar la parada, me resulta mucho más interesante viajar de esta forma que en taxi. Lo demás sucede naturalmente…
Alguien viene a buscarnos a Gubei Water Town, pueblo en el que nos deja el micro, y algunas postales visuales de ese corto trayecto se graban en mi retina: un paso subterráneo donde no hay ni una sola luz, construcciones tradicionales, pequeños canales de agua, micro cultivos de verduras, los choclos secándose al sol… Nuestro destino es Gubeikou, distrito de Miyun y a unos ciento cuarenta kilómetros de Pekín, donde se encuentra una de las partes más históricas y sin restaurar de la muralla.
Al llegar, el cuerpo y la mente se desaceleran rápidamente. Nos esperan dos camas blancas y confortables, comidas tradicionales como el huoguo, que consiste en una olla que se mantiene a fuego lento y en donde los ingredientes se colocan y se cocinan en la mesa, y una demostración para hacer jiaozi, especie de buñuelo hervido. Pero, sobre todo, nos espera el contacto genuino con miembros de una comunidad rural que recibe calurosamente a viajeros de todo el mundo.
Al día siguiente, nuestro recorrido comienza temprano en Jinshanling, uno de los puntos donde se puede ver la muralla restaurada que, de todos modos no es tan visitado como los sectores más populares, Badaling y Mutianyu. Fiel a nuestro estilo conducimos nuestros pasos en sentido opuesto para atravesar una sección más agreste y, por ende, menos concurrida.
La Gran Muralla China es serpenteante y recorrerla es montar un dragón indómito donde hay que aferrarse a sus escamas para no caer. A medida que avanzamos el dragón se mueve bajo los pies y es necesario ajustar la marcha, respirar y detenerse para apreciar la majestuosidad circundante.
El paisaje es cambiante y resulta casi imposible frenar el impulso de querer inmortalizar cada vista con una foto, sin embargo, la verdadera esencia no es tan fácil de retratar. Sun, nuestro guía, nos cuenta la apasionante historia de la muralla y sus torres. Algunas veces él nos espera un poco más adelante mientras yo me detengo para tomar una foto como simple excusa para recuperar el aliento. Hay sectores en donde no es posible caminar sobre el muro porque está cerrado o porque es de uso militar, entonces hay que desplazarse por senderos paralelos y puentes angostos para luego reingresar. En otras ocasiones es necesario cruzar a través de las ventanas de alguna de las torres de vigilancia para poder seguir adelante y saltar por encima de escalones enormes, como pasar a otra dimensión. El viento arremete y hay que agarrarse fuerte. Tengo la sensación de que me van a crecer alas en la espalda y que voy a volar. Supongo que es solamente mi imaginación.
Existe una camaradería entre las personas que exploran esta ruta, o todas las rutas diría. De vez en cuando nos cruzamos con otros senderistas que nos sonríen y nos saludan. A veces es un hi, otras un ni hao. En esta zona de China, a finales de octubre el otoño está avanzado y las hojas de los árboles se tiñen en una variedad cromática que abarca del verde oscuro al ocre, del amarillo intenso al dorado. Incluso hasta el gris está presente. El sonido del bastón de senderismo marca el paso cada vez que se apoya en el suelo, tropieza y arrastra alguna que otra piedra convirtiéndose en indispensable para sostenerse en la marcha.
La vida animal está presente: se escucha el canto de los pájaros, hay langostas verdes en el pasto, —que algunas personas agarran y guardan en bolsas—, ciempiés mucho más largos de los que había visto antes y hasta alguna serpiente. Como un dibujo tridimensional, de esos que hay que ponerse anteojos 3D para poder ver con claridad, mi vista se pierde en el horizonte cuando intento contar las siluetas de las montañas. Montañas, tras montañas, tras montañas. Oigo el sonido del viento acariciando a los árboles. Curiosamente apenas unos días antes en Pekín había comprado el libro Eat, Pray Love de Elizabeth Gilbert y, en cada nueva pisada durante este recorrido, resuenan en mi cabeza muchas de sus palabras.
Con el sol a un lado podemos ver nuestra propia sombra proyectada sobre las montañas. Mientras tanto me digo a mí misma ¡arriba, una vez más! dándome fuerzas para continuar. Todo es tan enorme, tan vasto y yo me siento minúscula en esta construcción realizada por el ser humano, pero, a su vez, suspendida en el tiempo e inmersa en la naturaleza. Sin embargo hay algo que excede mi cuerpo: sola en mi pequeñez y frente a la inmensidad del paisaje logro atravesar mis propios bordes, aquellos que separan el no poder del poder. Y siento que soy parte de algo más grande, de algo que todavía no entiendo.
Casi al final del recorrido, Sun nos invita a quedarnos un momento más para ver el atardecer y nosotras, sentadas en la última de las torres que visitamos, aceptamos. Hace muchísimo frío y no hay casi nadie alrededor. Entonces ocurre el milagro: el sol, una bola roja de fuego incandescente va descendiendo, apagándose lentamente hasta desaparecer detrás de las montañas. Nosotras nos unimos en un abrazo tibio. Todavía queda un poco de luz cuando emprendemos el regreso descendiendo los últimos peldaños de la jornada y deseando que la tarde no se termine nunca. Esa noche, instintivamente y sin explicación alguna, abro la ventana de mi habitación. El cielo estrellado golpea mis pupilas con un festival de millones de estrellas como las que no veía desde mi niñez, solamente que ahora están en una latitud diferente. Igual que yo.
Si quieres repetir mi experiencia Great Wall Inn
Silvia Demetilla Viajera y diseñadora de sueños a medida. Descubro el mundo a mi manera. Editora de La Tundra Revista. @silviademetilla
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