Sueño o realidad. Publicar cada bocado. Esa es la cuestión. Invita Alexis Degrik.


Cuánto le gustaba al ser humano de antes publicar sus comidas. Tanto que hasta las tecnologías evolucionaban en función de profesionalizar las fotos de meriendas y cenas. 

Escribe: Alexis Degrik
Ilustra: Perla DD


Claro, empezaron a aparecer lecturas subterráneas, como en todo, que iban determinando diferencias de categoría fotográfica que no tardaron en interpretarse como de categoría humana. Tanto así que, con el propósito de encajar, pronto dejamos de publicar esa tarta hecha en casa, medio descolorida, o el guiso indefinido y recurrimos (como mínimo) al delivery. Pero ¿cuánto podía sostenerse la foto de pizza en caja? 

De ninguna manera. Debíamos evolucionar como sociedad y volvernos gourmets fotográficos. Saber dar el ángulo preciso a la galletita, usar el bokeh adecuado para exaltar las tazas del desayuno, concurrir a los bodegones que hacen alarde de sus mejores muzzarellas y también de sus mejores luces.

Primero vino la comprensión: «La imagen vale más que mil palabras», por lo que empezamos a comérnoslas (a las palabras, digo). Nacieron las crónicas alimentarias fotográficas. Imágenes sin más texto que «desayuno» o «asadito». Luego vinieron las consecuencias: dado que nada más importaba que la mejor toma de una comida (que a veces ni siquiera el mismísimo consumidor disfrutaba), y dado que la sobrecarga visual generaba incluso descomposturas distantes y una confusión que se encaminaba a la indiferencia (ya hasta una paella, un bibimbap o un sancocho habían perdido identidad cultural), agotamos el sentido de la visión. Así, podíamos ver quince fotos seguidas de tortas sin registrar una sola. La especie, en un arrojo de evolución, consiguió volverse insípida e inapetente; confundió a los sentidos de su propia naturaleza y cambió el deleite por la indiferencia.


Un día, desperté sobresaltado tras un sueño vívido. Me senté en la cama aún en penumbras y tardé en rearmar la escena completa de esa irrealidad casi palpable que tardaba en deshacerse. Sonreí entrecerrando los ojos, mientras recuperaba el rompecabezas. Sentía aún en la boca y en el corazón el rastro de un sabor simple e inconfundible que parecía venir del sueño. Cuánto le gustaba a ese ser humano que fui el sabor de las sopas con que mi abuela nos abrazaba en los inviernos de mi infancia.

Alexis Degrik


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