Tengo tres recuerdos bien marcados, hundidos donde se me juntan las ansiedades. Los pensamientos infantiles al menos se han ido, ya no creo que si mato a uno los otros vendrán en patota a treparme mientras duermo.

Palabras y collage: Soledad Galván

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Desde muy chica. Desde que la memoria no estaba aun en mi corteza temporal.

Vuelan, corren, saltan, te chocan, se aparecen de repente, se escapan, juegan entre ellos, se comen, se persiguen. Los insectos.

Nací en Santa Cruz. En Caleta Olivia, lugar que solo me vio nacer y al que visité pocas veces luego. Un sitio que prácticamente desconozco pero, qué bien me acuerdo del mar. Mi primer mar. Será por eso que amo el mar, la playa, lo inmenso, la calma, la soledad, la quietud.

Crecí en cambio, en Las Heras, Santa Cruz, donde todos nos graduamos con un master en viento y juegos en la nieve. De allá solo me vienen a la cabeza tres especies. Arañas patas largas, lentas, estoicas, aburridas. En la época de más viento: alacranes. Marrones, peligrosos, brillantes. Pero solo vi dos: uno en  casa y otro en la biblioteca pública. Apenas dos en diecisiete años. Y moscas, solo moscas de verano, de las normales, ni verdes, ni rojas, ni que ponían huevos. Moscas y punto. 

Paro de contar y hoy me doy cuenta… pero qué suerte aquella.

Antes las vacaciones no eran irse lo mas lejos del país como sea posible. Antes era juntar esas dos semanas, viajar dos días seguidos en auto y venir a Diamante de donde son mis padres y mi hermano, en Entre Ríos. Donde la siesta era ley y el reencuentro con mis primos la gloria. Donde mi abuelo siempre tenía un caramelo. Donde insulte una vez a mi abuela descaradamente. Donde los caramelos de miel parecen pararte los resfríos.

Tengo tres recuerdos bien marcados, hundidos donde se me juntan las ansiedades. 

Lo primero que veo es a Selene. Selene Malen. Choby, Bicho. Se sonríe, estamos en el campo y pone sobre su mano un «torito». Un cascarudo negro que tiene un cuerno. El unicornio de mis pesadillas. Selene tiene seis ó siete años, lo agarra, juega, lo levanta y lo deja a su merced en el suelo. A mí no me entra el espanto en el cuerpo. Y ella me asegura: ¡No hacen nada!

El segundo recuerdo es menos simpático. Uno de esos días de vacaciones, vamos a un restaurante de pescado, de noche, al lado del río Paraná. Las luces estaban TODAS prendidas, y las ventanas TODAS abiertas. Claro, había que aprovechar la poquita brisa que entraba. Era un Cosquín Rock de insectos. Un Lollapalooza de patas y alas, y esa noche tocaba Taylor Swift. Recuerdo sentarme en la falda de mi mamá buscando refugio como si la pobre pudiera protegerme de mis fantasmas o evitar que las catangas me golpearan la cara, brillantes, duras, marrones. Pero lo que más me impresionó esa noche fue un bicho marrón, mezcla entre cucaracha y grillo, que saltaba y volaba, un superhéroe que se comía a los bichos más indefensos y aun estando a favor de mis intereses. Eso detono el escándalo. Entre lágrimas y mocos, mi papá me está llevando al auto donde me encierra «hasta que se te pase». Yo no pienso en la no validación de mis temores, sino en que estoy a salvo, a oscuras, con los vidrios altos. Vuelvo a respirar y sí, se me pasa.

Otra de las actividades cuando veníamos a Entre Ríos era ir al campo, a La Estrella. Aquí vine a crear mi tercer memoria de fóbica junto a dos tanques australianos y una Pelopincho. Nos estamos divirtiendo, esquivando el calor a risas y agua. Salgo de la pileta y me paro en la galería de la entrada para secarme. Sola, quieta, mirando las enormes y tupidas hojas del árbol gomero de mi abuelo. De repente, dos puntazos a la vez. Uno en el cuello, el otro en mi pierna derecha. Sincronizadas a la perfección, dos abejas me pican. Quizás por eso de estar en el sitio equivocado a la hora equivocada. Quizás por el color de mi bikini.  Cae la noche y solo quedan dos ronchas de la picadura, ya pasó el llanto. Salgo a la galería. Un tapiz de insectos cubre la pared, enterita. Zumba, se mueve. Otra vez, vuelos, choques, cacerías. Y me dejo el alma por detrás para desparecer a todo lo que da, como decíamos antes.

Antes. 

Hoy, por primera vez, vivo en Diamante aunque sea temporalmente. Vuelvo a la que era la casa de mis abuelos. La primera mañana que amanezco aquí abro el cajón de la cocina y aparece una cucaracha talle M, ni tan tan ni muy muy. Me hace el favor de no volar. Eugenia me ayuda limpiando telas de arañas, Erika me ayuda a sacar los últimos cuadros rezando de a dos para que detrás no haya nada. Mi tía Patry me recomienda un buen veneno. Mi primo Miguel me limpia el lavadero porque ahí, yo, no voy. 

Un día una nube de avispas sobre el árbol de Camelias, otro cucarachas de agua, arañas negras y peludas, otras flacas y elegantes, filosas y amenazantes. Grillos. Las catangas del restaurante de pescado. Abejorros rojos, peludos y otros negros. Los zumbidos. 

«A lo que más le temas, vas a atraer». Forro el que me dijo eso. 

Los pensamientos infantiles al menos se han ido, ya no creo que si mato a uno los otros vendrán en patota a treparme mientras duermo. Ya solo reviso la cama una sola vez antes de acostarme. Ya consigo no abandonar el sitio donde estoy porque hay un bicho allá arriba donde apenas puedo ver. Ya logré no llorar y que me encierren. Bueno, es que eso ya no es posible. 

El susto de lo que no controlo sigue ahí. El asco, la aversión y lo instantáneo de la transpiración de mis manos. El shock de lo que vuela, se arrastra o te choca.

Esta semana vamos a matar mi estado de alerta y el asco. Vienen a fumigar.

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Soledad Galván


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