La reciente muerte de mi papá me lleva al barrio de mi infancia. Una caminata por los recovecos de mi memoria para despedirme a la distancia.

Recuerdo unos pajaritos de plástico y que soplábamos por lo que era el culo para hacerlos sonar. No puedo, aunque haga un esfuerzo enorme, acordarme de los colores o cuándo fue.

 Por Soledad Galván
Ilustración Perla DD

Las primeras cartas y las miles que vinieron después de mis abuelas, las dos con un amor y una dedicación de tiempo que conectaba de una manera real. La espera, el contenido de las mismas. La emoción de una encomienda que luego serían de mamá cuando viviera lejos de casa.

Se está lejos siempre. Aunque cerca.

Una noche mientras trataba de meditar, — aquellos que intentamos sabemos que es muy complejo dejar de pensar—, decidí salir a caminar con mi mente, por el pueblo en el que crecí entre los seis y los diecisiete años. Ya hace casi veinte años…

Arranco en la casa de Sabri y me pregunto cómo estarán ella y sus hijos, pero perdimos contacto, como perdimos otras cosas. Camino y paso por la esquina donde había un nene con unos rulos rubios brillantes que tenía autismo y siempre corría en un patio que me parecía inhumano: solito, gritando y corriendo en menos de dos metros cuadrados. Nunca supe su nombre, pero lo veo aún hoy claramente. Luego estaba la casa de Richard. Era alto y siempre se metía en problemas, también me pregunto que habrá sido de el. Si giro la cabeza al lado contrario de mi camino hay una panadería y siento el olor a bizcochitos de grasa, aunque otros le llamen criollitos.

 Sigo caminando y paso por la Casa de la Cultura y veo la cancha de básquet donde una vez, de lleno, me comí un pelotazo en toda la cara. Me empieza a doler la panza un poco porque voy a pasar por fuera de la casa del chico que me gustaba. Siempre intentaba esquivarla porque, si justo salía él, no sabía con qué me iban a salir mis nervios. Cuando pienso en el hoy, digo que menos mal que no se enamoró de mí. Más adelante, doblando en la esquina, está el quiosco rojo de chapa de los Venega donde cientos y cientos de veces paré, paramos, pararon a comprar. Una lluvia de cosas viene hacía mí: chocolate Dos corazones, coca en lata, y todo lo que me habré perdido de comprar porque adentro mucho no se veía. Cada vez que me iba, pensaba en la piel del chico que atendía.  

Ahora paso el complejo deportivo y acelero el paso porque es un lugar al que entra y sale gente todo el tiempo y me da nervios tener que saludar. Pero me invade el olor a cloro de la pileta donde nunca aprendí a nadar y donde me controlaban entre medio de los dedos de los pies a ver si tenía hongos.  Por la calle, en un 147 blanco y con vidrios polarizados, pasa Ricky manejando a los pedos y me sonrío.

Acá mi caminata cambia de dirección porque iba a la que era mi casa, pero desvío y me voy por detrás de la iglesia a la casa de la Ramona. Sí, LA Ramona. Puedo oír el abrir del portón y el ruido que hace su puerta cuando se abre y se cierra. Me pregunto si cerrará bien ahora o si la habrán cambiado. Me acuerdo de sus uñas, siempre impecables, largas, pintadas. Un buzo negro con unas flores en violeta. Ramona me enseñó a hacer lo ñoquis que hasta el día de hoy amaso. Me doy cuenta así, de golpe, que estamos lejos, pero nos tenemos en alguna destreza, en alguna broma, en algunas manos. Pienso en su habitación con un crucifijo y un cuadro y en las habitaciones de las chicas, Vero y Marina, los posters de Ricky, los chupetes de plástico que se usaban colgados al cuello y la cortina de chapitas que me resultaba muy moderna. El verde de las paredes. El olor a torta ochenta golpes. La cachetada que me dio Vero una tarde por hacer trampa en el juego de tapaditas con figuritas. Sus borceguíes blancos que me tenían embobada y que papá me compró en Comodoro Rivadavia después de rogarle durante meses. Los usé una sola vez porque eran bastante feos.

Sigo camino a casa y paso frente a la casa de Sole, la profe de biología. La dulzura, el conocimiento y la empatía con nosotros, los jóvenes. Antes, la casa de la Señora Petrucelli, la directora. Ninguno de nosotros fue amable con ella. Me pregunto si ella habrá sufrido y me da un poco de culpa.

Paso por fuera del correo y veo de reojo la plaza, ahí donde fue mi primer beso. Todo escondido por arbustos altos y tupidos. Paso por fuera de Los García donde, por lo general, mis papás me mandaban a comprar soda. Mamá tomaba whisky en ese entonces y fumaba Bensons. La casa era hermosa pero de paredes débiles para tanto viento. Ahí murió Rufus, ahí supe de la importancia de un perro y qué importante es poder despedirse.

En esta casa y por única vez nos dejaron solos a mi hermano y a mí. Solo puedo recordarlo como una noche para el olvido que no me voy a olvidar nunca. De esa casa me escapaba. Con Silvana, con la flaca Vega. Pretendíamos irnos a dormir. Nos acostábamos maquilladas y vestidas y a las dos o tres de la madrugada, cuando la fiesta estaba en la mejor parte, nos escabullíamos con los tacos en las manos hasta la esquina para ir a vivir nuestra adolescencia. A veces nos descubrían o me encontraba con mi hermano que se aseguraba de volver conmigo a casa para que no me pasara nada.

En esa casa me comí una cachetada de papá por escaparme. En esa casa nos disfrazábamos con la Negrita, la Picha, Carla y Johana y nos sacábamos fotos como si fuésemos modelos. Alguna tarde me buscaba Johanita en el cuatri para dar una vuelta en la que nos volaba el viento y nos quedaba olor a nafta. En esa casa tuve la mayoría de mis castigos por rebelde. En esa casa me encontró papá fumando por primera vez. En esa casa mamá pintaba al fondo en un tablero hermoso y enorme. Mamá usaba el pelo tirante hacia atrás y tenía muchos pares de zapatos que me gustaba robarle.

La reciente muerte de mi papá me lleva a lugares que ni imaginaba que recordaba. Puedo verlos, olerlos y rememorarlos, tan frescos. 

El no despedirme me sacó de caminata a lo que vivimos juntos. Su camioneta gris, sus siete días de trabajo y sus tres días libres, sus caricias y su amor. 

El no poder abrazar a mi mamá me hizo sentir algunas noches, cuando apoyo la cabeza en la almohada, que estoy en su su regazo y me cuida un ratito. Entonces me puedo bajar un poco de esta vida adulta que a veces es de mierda.

La ausencia de mi hermano me llevó a sus cajones con cartas de algunas enamoradas, sus ofertas de no delatarme si limpiaba su cuarto, sus bromas y su voz en la radio del pueblo.

No importa si no podés meditar.

Salí a caminar.

Soledad Galván



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