Soledad Galván se pierde por las calles de Cartagena de Indias, entre libros, dudas patológicas, amor y el deseo de ser escritora.

Estaba en Cartagena de Indias caminando por mi plaza preferida, Parque Centenario, donde las librerías callejeras tienen todo tipo de libros usados a un precio tan bajo que es un deleite. Había pasado mi enamoramiento con García Márquez y mi cabeza pedía por otra cosa.

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Palabras y collage: Soledad Galván

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Revolviendo todos los puestos ahí estaba, todo rayado y viejo, El Mundo de Sofía de Jostein Gaarder. Le había pedido prestado ese libro a mi gran amigo, el Chopy, cuando vivíamos en Córdoba unos diez años atrás y él estudiaba en la Universidad Católica. No sé bien porqué el préstamo jamás sucedió. Encontrar ese libro fue reencontrarme con mi curiosidad y a un amigo en el tiempo. Volví muy contenta a casa, que no era ‘mi casa’, nunca en esos tiempos. También me había llevado Así habló Zaratustra, pero Nietzche siempre me causó repulsión e intriga, me parecía un tipo mala onda, enredado y estupendo. A la vez hacía un curso online de filosofía vedántica para no desatender mi vida de yogi.

Una vez,  leyendo en la casa de mi hermano uno de sus libros —pienso, luego sufro o algo por el estilo—, había visto que hay personas que tienen «dudas patológicas» y era la primera vez que me identificaba tanto con una descripción. Con este libro de Sofía, con la lectura del Mahabharata y el curso online, mis dudas patológicas se habían ido la mierda, digamos a niveles extraordinarios. Lo mejor de estar tan confundida y tan esclarecida a la vez eran los sueños, y que de cosas extrañas, insólitas y divertidas brotaban ideas, muchas muy malas y, alguna que otra, para trabajar.

Si bien mis lecturas sobre religión e historia eran mínimas y siempre fui bastante ignorante, algo nuevo se había despertado. No tenía que leer sobre teología obligada como cuando con diez años iba a catequesis, —me mandaron tarde—, ni de historia para aprobar exámenes, la presión había desaparecido y el embobe que tuve siempre con la filosofía había despertado. 

Había comenzado una amistad en esos meses con una italiana, la gran Inés de Venecia, y habíamos conectado enseguida para hablar de estos temas. Un día me preguntó ¿qué era el amor para mí? Le respondí con una película. Entonces miramos El Hijo de la novia y cuando terminó le dije: ¿ahora te quedó claro qué es el amor? Sí, respondió y sonrió. También ese mismo día me había regalado una pintura que hizo el día que surfeó su primer ola.

Estas búsquedas y charlas me habían conectado con algo que había dejado muy atrás. Me di cuenta de que había leído El amor en 40 poemas: zapatos Grandes. Con Sabor a Mandarina de Mercedes Haidar, unas cien veces cuando tenía apenas nueve o diez. Ella es de Diamante (Entre Ríos) y me reproché por jamás haber ido a la casa de esta escritora que me inspiraba, y me hacía soñar con escribir con esa pluma, con esa exactitud. Fue ese día exacto en que supe de dónde habían nacido mis inquietudes por escribir, día en el que me desperté del todo. Momentos en que se destapa la Tierra, que encontrás los lentes que tenías en la cabeza y estabas buscando desesperado por ahí, donde nunca los ibas a encontrar.

Soledad Galván

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