Tras la partida casi anunciada de Maradona, Soledad Bustos escribe con la cabeza y el corazón y dice: Todos éramos dueños de Maradona.

Escribe: Soledad Bustos
Ilustra: Archtattoo


Éramos dueños de Maradona. Una entidad de la cual nos sentíamos con derecho. Porque Maradona es inmortal en la psique colectiva argentina: una imagen abstracta de nacionalidad donde confluyen nuestras mejores cualidades y hazañas y donde, además, se materializan nuestros más profundos errores.


En este camino de idolatrización, de un amor profundo y fanático, se dejó atrás a la persona y el ídolo fue abandonado en la cumbre en total soledad. Ya separada del ser, su imagen fue constantemente manipulada para sacar algún beneficio porque Maradona era una marca registrada de gran valor económico que salpicaba con resquemores y desencanto las relaciones humanas que entablaba con su entorno.


El arte de Maradona era exquisito y potente. Jugaba al fútbol con una pasión feroz y una alegría infinita. Dentro de la cancha volvía a las fuentes de Villa Fiorito y al potrero, mientras el barniz del fútbol profesional que teñía su vida se desvanecía. Maradona era una fuerza absoluta y una convicción de gol que transmitía al espectador con total claridad: el hincha sabía que estaba frente a un jugador que no iba a claudicar hasta llegar al arco. Cuando Maradona tomaba la pelota la expectativa se duplicaba por mil. Las emociones rodaban barranca abajo en velocidad creciente, la conversación se interrumpía con un hiato en la respiración y una expectativa de sensaciones flotaba sobre el campo donde Maradona iba a meter un gol a manera de culminación de unidad emocional y jubileo entre el estadio y el jugador.


El campo de fútbol era el cuadrilátero donde el costado más auténtico de Maradona brillaba lúdicamente y el lugar en el que, el personaje, se liberaba de la máscara creada para el público. En la cancha florecían sus mejores condiciones y jugar a la pelota se convertía en un ritual mágico de perfecto equilibrio. Allí la conversación del jugador con el espectador pareció ser la más feliz y lograda de su vida. Puede haber sido también la más inocente y desinteresada, en un ir y venir de admiración, absoluto placer, amor y agradecimiento. Es por eso que el intercambio con el espectador que se daba durante el juego fue más real, sincero y candoroso que la plétora de relaciones humanas que se sucedieron fuera del estadio. Los desencantos, tragedias, traiciones y fallos en su vida se desarrollaron de cara al público y a telón abierto. Tenía una voz que dejaba escapar cualquier pensamiento sin censura y una piel transparente donde todo se notaba. En este entorno circense se abandonó a sus propias adicciones y un fresco desparpajo e innumerables contradicciones fagocitaron sus últimos años.


Hoy nos encontramos juntos en la admiración absoluta por su juego, el espanto ocasional por sus dichos y pensamientos y el reconocimiento de sus profundas fallas que justificamos sin pudor con los innumerables recuerdos de tantos goles que se siguen repitiendo en nuestras emociones.


Tantos momentos de confraternidad en la algarabía o el pesar compartidos, juntos con Maradona en un eterno amor y gracias.

Soledad Bustos
Archtattoo


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