Llegaba la hora de descansar y lo único en lo que pensaba era en lo lejos que estaba de mi casa. El viento empezaba a erizar mis poros y mis ojos se exigían por ver lo que casi ya no se mostraba.

Palabras y fotos: Magalí Labarthe 

Ya había recorrido ese agreste lugar durante todo el día. Mi piel todavía ardía por los rasguños que dejó el abrirme camino. Preocupada por mi exhausto cuerpo caminé unos metros donde sabía que encontraría una especie de reparo con techos y paredes de enredaderas silvestres. El aire se enfriaba más y a mi cuerpo tembloroso le costaba entibiarlo.

De rodillas, entré a la cueva. Me convencí y aferré a la idea de que sólo por esa noche la llamaría hogar y así mí mente se encontró más calma. La idea logró abrigarme de todas las frías amenazas y miedos que estaban tomando fuerza. Tenía una sensación de reparo que alejaba la extrañeza. Como cualquier persona que se siente en su casa, supe buscar dónde apoyar mi cabeza y descansar mi cuerpo. Con la misma inercia con la que voy a mi cama, abro las sábanas y me cobijo, comencé a rasguñar la tierra con mis uñas ahuecando el suelo dónde me acurrucaría. Y mis manos me tendieron una almohada mullida de crujiente vegetación. Mis pensamientos quedaron arrullados entre hojas secas y mí cuerpo entibiado por el calor que la tierra había absorbido del sol durante todo el día. Parecía que ese lugar y esa temperatura me estaban esperando.Entre el follaje podía ver el cielo estrellado, lo agarré con la mirada y lo puse sobre mí como a una manta. Mí cuerpo dejó de temblar y recuperé la temperatura de mi aliento.


Recuerdo haber descansado como nunca, o quizás como no recuerde. Esa sensación de abrazo se asemejaba a mi construcción de la idea de estar en el útero, donde nada falta y no hay nada de qué preocuparse.


Abrí mis ojos lentamente con el amanecer. Ahí estaba la cavidad, la almohada y mis uñas negras. Salí arrodillada de la cueva y algo dentro mío me impulsó a seguir andando así. La tierra bajo mis uñas, en ese momento, se había extendido hacia mis rodillas y a las plantas de mis pies. Cerca había una vieja morera de la que tomé algunos frutos como desayuno. Ya no pensaba en lo lejos que estaba de casa, ése se sentía mi hogar. Eso era lo que buscaba sin saberlo del todo. Había llegado hasta ahí para despertar mí instinto dormido y la experiencia de dormir en la naturaleza fue lo que logró despertarlo. Anduve un rato más entre el ramerío como una loba que merodea cerca de su cueva.


Fue cuando escuché la bocina del auto que decidí volver sobre mis pies. No tuve que juntar nada, ni tuve interés en acomodar mis rulos revueltos y llenos de ramas. Volví a mi otra casa con mi familia, me esperaban con ánimos de que les contara todo sobre esa aventura extraña pero el silencio los desorientó. A la hora de descansar, cuando el sol se escondía, los invité al patio. Les tendí una cama de tierra, preparé almohadas con hojas secas y los tapé con una manta inmensa de cielo. De rodillas fui y me acurruqué con ellos.

Magalí Labarthe @soymaga.expresion


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