Juan Scaliter se acuerda del momento en que su abuelo le mostró una máquina para viajar en el tiempo.

Escribe: Juan Scaliter 
Ilustra: Angie Juanto

De todas las máquinas que uno quisiera tener si pudiera convertir sus sueños en realidad, la del tiempo es por la que más se inclina todo el mundo. Yo, sin embargo, prefiero la de café. Así, en singular, por que no se trata de cualquier máquina de café. Yo quiero una como la de mi abuelo, esa sí que me hacía viajar en el tiempo. Creo que tenía seis años cuando por primera vez me “llevó” en ella. Me había quedado a dormir en su casa, como casi todos los sábados, y por la mañana me desperté arropado en el aroma de los granos recién molidos y tostados. Me acerqué a la cocina. Supongo que mis pasos lo alertaron, diminutos, casi continuos, semifusas que se contradecían con las corcheas de los pasos de mi abuela en el pasillo. Y sin siquiera girarse, me empezó a contar.

“Cuando en la ciudad tuvimos que salir por la guerra, no hubo tiempo de hacer ni planes ni maletas. Algunos cogieron un álbum de fotos, otros un atado de cartas y hubo quienes se llevaron alguna joya. Mi padre se llevó esta cafetera”. Recién en ese momento se giró para mirarme. Yo estaba en el vano de la puerta, en vano tratando de no respirar. Me señaló la silla contra la pared y siguió removiendo los granos en aquella máquina. Yo me senté y él continuó.

“Mi padre nos cogió a mi hermana, a mi madre y a mi y nos dijo con ojos muy serios: va a haber mucha gente, todos van a correr y nos podemos separar. No gritéis ni os quedéis quietos. Id al puerto, mostrad esto y subid al barco. Y nos entregó unos billetes. Nos vemos allí. Nos abrazó, abrimos la puerta de la casa y nunca más volvimos”.

Mi abuelo dejó de remover el café, le dio un beso a mi abuela que acaba de llegar y comenzó a colocar, en la cafetera de cobre, algunos granos, tapas, pernos…era como un experimento, lleno de tubos y cuencos de metal. Para mí, en esa época, esa máquina sabía respirar.

“Mi padre sabía lo que iba a ocurrir – continuó contándome – y fue tal y como nos dijo. Nos separamos al poco de salir y la duda, por suerte, duró un instante. Corrí con todas mis fuerzas al puerto, mostré el billete y, mientras buscaba a mi hermana, a mi madre o a mi padre, me puse en la fila. No dejaba de buscar adelante o atrás, dando saltos. Tuve suerte. Primero me vio mi madre y me anclé a ella tanto que no quería subir al barco hasta el último momento. Tuvieron que izarnos a bordo y lloramos, juntos, tres cubiertas y quien sabe cuántos pasillos, hasta que vimos a mi hermana. Cuando dejamos de abrazarnos el horizonte ya no se veía. Y mi padre tampoco.

Pasaron 15 años. Nos hicimos con el nuevo país, aprendimos su idioma, creamos un hogar de tres. Vivimos, crecimos… pero de mi padre no supimos más”. Mi abuela me palmeó la mano para llamar mi atención, debía ser obvia mi tristeza, y me hizo señas para que esperara, que había algo más.

“La vida siguió así hasta que un día, en un viaje de trabajo, en una ciudad al norte de donde vivíamos, pasé por una pequeña tienda, en la esquina de un recoveco. Era imposible verla, pero se olía desde kilómetros. El aroma del café me encogió por completo: el traje me quedaba enorme, sostenía un billete de barco en la mano y corría entre cientos de personas… Entré en la tienda y el hombre que estaba allí, mirando hacia abajo, removiendo el tiempo en unos granos de café, alzó la vista. No sé quién reconoció a quien primero, pero – me confesó mi abuelo para terminar –, si me toco el pecho, todavía siento su abrazo. Lo único que me dijo fue: llevó siglos enviándote mensajes de olor”.

Tenía seis años cuando escuché esa historia, el abuelo me mostró fotos de sus padres, vi sus arrugas transformadas en sonrisas y siempre, en algún lugar, aparecía la cafetera. Fueron cientos de sábados los que me desperté con el aroma de aquel café, que nadie ha hecho nunca igual que él. Cuando se fue, mi abuela lo siguió al poco tiempo y en una pequeña caja, con mi nombre, estaba la cafetera. Nunca aprendí a usarla, siempre creí que tendría tiempo para aprender. Hasta la primera muerte, tenemos la firme convicción de que aquellos que queremos son inmortales. Siempre busqué a alguien que me enseñara a usar una máquina como esa, perseguí aromas y deambulaba por callejones esperando encontrarme con mi abuelo. Al menos una última vez.

Hasta que en un bar de la capital, una tarde de viento y gris, la vi. Entré sacudiéndome la lluvia y los miedos, empapado de memoria y me senté en la barra, frente a la máquina. Bastaron dos segundos para que el lugar se convirtiera en la cocina de mi abuelo y yo tuviera seis años. Obviamente no volví a ver a mi abuelo, pero cada vez que me siento en ese bar, el está conmigo. Y sus padres y su hermana y tanta gente que no conocí….Todos viajando en una máquina como esa.

Juan Scaliter
Angie Juanto


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