Tuneando el arte de viajar con la mente. En estos días estoy descubriendo un mundo totalmente nuevo para mí, de cosas que quiero aprender y caminos que quiero andar.

Escribe: Silvina Soria
Ilustra: Mitucami

Con la interminable lista de cosas para concretar que escribí en los primeros días en que se asumía la pandemia y en una España que comenzaba un confinamiento indefinido —en realidad nos ponían fechas consuelo de caducidad, ya el resto lo conocemos todos—, tengo que reconocer y sin pudor, que lo que mejor me salió fue ver películas y series. Sé que no estoy sola en el sentimiento.

Una de ellas fue The Dawn Wall de Josh Lowell y Peter Mortimer (2017), en la misma línea de Maiden Trip de Jillian Schlesinger (2013), Into the wild de Sean Penn (2007) y Wild de Jean-Marc Vallée (2014). La cito, no tanto por lo anecdótico de la odisea, que no deja de ser admirablemente maravillosa, sino por los pensamientos que me provocó y las asociaciones mentales que hago cuando me voy por las ramas.

The Dawn Wall es un documental que retrata diecinueve días de uno de los desafíos más intensos en cuanto a escalada se trata. Tommy Caldwell y Kevin Jorgeson han desafiado perseverantemente uno de los muros más imponentes y difíciles del mundo escalando el Dawn Wall en el Parque Nacional de Yosemite. 

Desde hace un tiempo a esta parte, empecé a ver este estilo de películas documentales o documentales ficcionados, en general clasificadas como inspiradoras, hecho que ocurrió casi en paralelo con empezar a incursionar frecuentemente en la naturaleza y recorrer las montañas que me rodean.

Personalmente, estas películas me provocan ganas de escalar el Everest. Tienen el poder de transportarme y reflejar el espíritu luchador, estoico, de convicciones profundas que nos refresca el entusiasmo por la vida en medio de tanto desquicio humano, ese espíritu que lleva a la superación de uno mismo en cada decisión y no rendirse antes las dificultades. Desde lo mental a lo físico y emocional, en perfecto equilibrio y sintonía.

Nos desafían a derribar barreras y atravesar los frenos mentales que a veces nos imponemos o borrar las etiquetas que no nos permiten mantenernos en continuo crecimiento, lo cual advoco, y nos dejan estancados a viejas creencias, no solo a nivel personal, de un compromiso con la vida para superarnos, sino a nivel colectivo y social.

En la montaña encontramos esos saludos desinteresados, palabras de aliento y camaradería que hemos ido perdiendo un poco en la vida cotidiana. Lo siento como un guiño de complicidad, en el que todos, sin necesidad de mencionarlo, sabemos qué fuerza interna nos lleva a encontrarnos ahí, exigiéndonos un esfuerzo físico y desafiándonos siempre un poco más, sin olvidarnos del esfuerzo mental que es el primero que hay que vencer para levantarse temprano, calzarse, abrigarse bien y encarar la naturaleza salvaje.

En estos días estoy descubriendo un mundo totalmente nuevo para mí, de cosas que quiero aprender y caminos que quiero andar. En esto tampoco estoy sola. Sí parece, por otro lado, que hacer senderismo durante la pandemia se puso un poco de moda. Y que los domingos a la mañana se convirtieron en los nuevos sábados por la noche —igual no sé si es por la pandemia o por la edad… en mi caso—. Lo cierto es que, ahora, según me cuentan caminantes de montaña de hoy y de ayer, el senderismo se ha popularizado con horas pico en las que converge un público variado y que, en muchos casos, ni siquiera conoce las reglas de convivencia implícitas para tener una buena y respetuosa práctica al aire libre, tema en el que no me detendré, al menos no en este momento.

Entre tanto confinamiento, restricciones y mascarillas, parece que hemos aprendido a apreciar más la naturaleza o al menos a retornar a ella. En buena hora. Por una u otra razón, esta práctica del caminar, de la que tanto ha dado que hablar a filósofos y escritores de todos los tiempos, es una buena medicina para el alma, liberadora de endorfinas y un estimulo para el sistema inmunológico.

Silvina Soria
Mitucami



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