Lubeca, inmigrante ecuatoriana en el Reino Unido. La memoria como reconocimiento a las migrantes que construyen el Reino Unido.

Escribe Daniela Bressa

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Lubeca nació en Quito setenta y cinco años atrás, segunda hija de un total de nueve. Familia pobre que se mantuvo principalmente de los frutos que le daba la tierra que ocupaban. Al entrar en la adolescencia, ya abandonada la escuela para ayudar a su madre en la casa, su padre comenzó a trabajar para la empresa de ferrocarriles que había llegado poco tiempo antes a la ciudad. Allí también trabajaba Franco, un italiano hosco de treinta y cinco años recién llegado a Ecuador. Su padre arregló el casamiento y pocos meses después Lubeca, de diecisiete años, estaba casada y embarazada de su primer hijo, Giovanni. Franco la maltrataba y desaparecía a menudo. De una de sus noches de borrachera y fiesta en la ciudad no volvió más. Lubeca se enteró al día siguiente que su marido había sido atropellado por un trolebús. Con dieciocho años y un niño siguió viviendo en la casa que el ferrocarril le había dado al italiano y comenzó a trabajar en la boletería de la estación central de autobuses. Fue allí donde conoció a su segundo marido.

Todas las mañanas William pedía su boleto de ida y vuelta, hasta el día en que también pidió una cita para ir a cenar. Él fue para ella todo lo que hubiese querido desde un principio. Un compañero bueno, afectuoso con su hijo Giovanni, al que adoptó. Con el tiempo llegaron dos hijos más, William y Francis. La familia se mudó a Guayaquil por el trabajo de él en una empresa constructora. Tenían un buen pasar económico, los niños crecían sanos.

Hasta que el diablo metió la cola nuevamente. Mi amiga Concepción, a la que yo me confié como si fuera mi hermana… ¡por años y años tuvieron una historia paralela! Los descubrí porque un día llegué muy temprano a casa sin avisar. Enloquecí… ay, dios santo, virgencita de mi alma. Me tuvieron que agarrar los vecinos porque yo tenía una pistolita en casa y no llegué a agarrarla. Ay, qué odio. Nunca había sentido tanto dolor.

Lubeca cierra el puño y los ojos mientras revive la traición.

Se tuvieron que ir de Guayaquil porque creo que sabían que yo los mataba si se quedaban. Me quedé con mis tres hijos. Al poco tiempo me enteré de que ella estaba embarazada. Ahí nomás entendí que la vida en pareja no iba más para mí.

Lubeca y sus hijos vivían en una casa cuyos fondos daban a una maderera. Notaba que había partes de madera que se acumulaban en un tinglado a un costado y que no eran vendidos. Ahí se le ocurrió que seguramente otras fábricas de materiales para la construcción tenían ese tipo de excedentes. Los podría comprar y revender a constructores y albañiles que hacían trabajos en casas particulares. Ahí surgió su pequeño imperio. Al poco tiempo manejaba su camioneta por toda la ciudad en busca de tesoros que vendía a un buen precio a una clientela cada vez más amplia.

Así pagué el colegio de mis hijos, hice arreglos en mi casa. Al tiempo nomás ya empecé a extrañar a mi madre. Mi padre había muerto un par de años atrás, y ella ya empezaba a tener sus ñañas, vivía con mi hermano, el menor, que es un poco discapacitado. Sentí que tenía que volver a Quito, estar cerca de ellos. Y ahí nos fuimos, yo y mis hijos cargamos la camioneta y conduje hasta Quito, subiendo la montaña en esa ruta llena de curvas que nomás parece que vas a seguir de largo derecho al precipicio.

En Quito siguió con su negocio de compraventa. Compró una gran casa de tres pisos en la parte sur de la ciudad que refaccionó convirtiendo dos de esos pisos en departamentos con acceso independiente que alquilaba a dos familias. Sus hijos menores, ya adolescentes, tenían talento para el fútbol y jugaban para el club Aucas. El hijo mayor, Giovanni, se había casado con su primer amor y esperaba el nacimiento de su primera hija.

Era demasiado bueno para que sea verdad, –suspira–, esa tarde estábamos todos reunidos en casa, mis hijos, mi nuera, mis hermanas, mi madre. Hacía calor y a la mañana yo ya había cocinado unos pollos a la parrilla y preparado ensaladas de todo tipo para comer a la noche. Así que a esa hora de la tardecita ya habíamos armado la mesa en la terraza, puesto música y nos habíamos sentado a charlar. Yo tenía un abanico que mi hermana la mayor, que ya hacía unos años vivía en España, me había mandado para una navidad. Me abanicaba con ganas porque hacía un calor terrible.

Un rato antes de comer mi hijito Giovanni me dice ‘mamá, me voy a dar unas vueltas con el auto un rato. Espéreme para la comida’. Estaba contento porque se había comprado hacía poco un auto nuevo, uno importado de esos que no se veían casi en Quito. Le iba bien en su trabajo y yo lo había ayudado también un poquito. Estaba loco con ese auto y le gustaba mostrarlo, probarlo, así que salía siempre a dar unas vueltas, sobre todo los fines de semana. Y se fue. Y nos quedamos riendo como tontas con una de mis hermanas que me chismeaba. Y al rato pusimos la mesa, y qué raro que no venga Giovanni. En esa época no había teléfonos celulares, no teníamos cómo llamarlo. Y no venía. Y yo ya ahí me preocupé. Pero mi hermana me dijo que seguro se encontró con alguno de los amigos y se quedaron tomando algo por ahí. Y cenamos, mi nuera estaba ahí con su panza y ella no estaba muy preocupada. Pero yo sí. Y se fueron todos, y yo seguí despierta y a la madrugada todavía no había noticias de él. Me fui para la casa de mi nuera y esperamos y Giovanni no aparecía.

A la mañana fuimos a la comisaría para decir que lo tenían que buscar. Uno de mis hermanos se fue para la casa de los amigos. Nadie lo había visto. Giovanni no aparecía. Tres días estuvimos recorriendo hospitales, todos los lugares donde pensábamos que alguien lo podía haber visto. Al cuarto día lo encontraron. La policía me llamó y me pidieron que vaya a la comisaría. Lo habían encontrado en un descampado en las afueras con un tiro en el pecho al lado de su auto. Poco pasó para que supiéramos la verdad. Esa tardecita que él salió con su auto nuevo, tan poco común, un mal viviente violó en un parque a la esposa y la hija de un general del ejército. Las mujeres no habían podido ver bien la cara del hombre, pero sí se acordaban del auto en el que había escapado. El mismo que manejaba Giovanni. El general ordenó a algunos de sus secuaces buscar y matar a todo aquel que manejara un auto así. Cinco personas fueron asesinadas de un tiro en el pecho esa noche. Giovanni entre ellos. Al tiempo nomás encontraron al que había violado a las mujeres, lo metieron en la cárcel y salió después de unos años.

Lubeca termina de hablar y queda un rato en el silencio, más allá del dolor. Pasaron veinte años desde el asesinato de su hijo. Una vez que lo enterraron y terminó la investigación policial, se encerró a beber en su casa. La encontraron inconsciente, vinieron charlas de sus hermanas y hermanos, acompañamientos día y noche. Lubeca enloquecía. Otra de sus hermanas, que también había emigrado, vivía en Londres y estaba casada con un inglés. La invitó a quedarse con ella el tiempo que quisiera. No volvió más a Ecuador. Al tiempo de llegar a Inglaterra, sus hijos William y Francis viajaron para reunirse con ella. Encontró un lugar para que vivieran los tres juntos. Empezó a planchar ropa para tres familias. Después consiguió trabajo limpiando oficinas, de madrugada, antes de que llegaran el resto de los empleados. Sus hijos fueron a la universidad, se recibieron, consiguieron trabajos, se enamoraron y desenamoraron. Pusieron un restaurante de comida ecuatoriana en el que ella ofició de cocinera principal. Hoy Lubeca es abuela y reina madre de una familia que crece y gira a su alrededor. Cuando se jubiló decidió que era hora de vivir a otro ritmo, el de ella y no el que le proponía la gran ciudad. Se mudó a Bath donde su historia y la mía se cruzaron.

El barullo de Londres sirvió para ensordecerme un tiempo, el que necesité para estar sorda. Ahora tengo ganas de un poco de paz. Yo tengo fe en dios, mi hija. Hay que seguir.

Daniela Bressa


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