Desde el año 2020, veo muchas noticias confusas y devastadoras. Entre ellas, están los cada vez más “normalizados” vídeos de olivos y naranjos, arrancados de raíz por topadoras, para ser sustituidos por “macroproyectos” de placas solares o de turbinas eólicas en grandes extensiones de tierra española. Qué ironía eliminar miles de árboles para promover la energía “verde”.
Por Ana Rivadulla Crespo
Ilustración: Pablo Rodolfo Monguillot
Al revivir en mi interior esos vídeos, siento una mezcla de enfado, impotencia y desesperación, que ningún argumento logra justificar. Dichas emociones buscan una salida para poder expresarse y pensar, encontrar mi capacidad humana de cuestionamiento ante lo absurdo y contradictorio. Pero preguntar, por lo menos en voz alta, es una “habilidad” que parece escasear últimamente en esta sociedad de inteligencia cada día más artificial y programada.
Las preguntas me abren caminos y siempre pueden llevarme hacia acciones y soluciones positivas. Últimamente, sin embargo, siento miedo e inhibición al hacer preguntas indagadoras en determinados contextos sociales. ¿Percibo indiferencia o mirada crítica en mis interlocutores? Ante ese miedo al rechazo, busco la evasión de la distracción, que tiene infinitos disfraces. Cualquier acción que me haga salir de mis pensamientos y emociones más profundas es distracción.
Mientras huyo de mis emociones y preguntas, muchos árboles van cayendo y muriendo y, en igual proporción, va aumentando mi sentimiento de culpa. Así lo siento, porque cada amanecer me despierto más temprano y con más preguntas que identifico como mi mayor factor humano, como mi “antidepresivo” ante una situación tan desgarradora. Cada despertar es una explosión que aparece del inconsciente de mis ancestros, como si me susurrasen a través de los sueños esas preguntas, que no sólo no están prohibidas, sino que me dan la alegría de soluciones y la esperanza al despertar cada mañana.
En cada situación que vivimos se nos abren nuevas preguntas, suspiros curiosos del alma. ¿En qué parte de mi vida empecé a temer a ciertas preguntas y qué energía las reemplazó? ¿Qué tipo de preguntas temo más y en qué contextos? ¿Qué preguntas expreso y cuáles callo?
El dolor e impotencia que estoy sintiendo al ver la muerte de todas esas comunidades de árboles extirpados, me ha devuelto el recuerdo de mi primera amistad con un árbol. Un árbol que me recuerda las preguntas que solía hacerme en la infancia y que la vida en la gran ciudad sólo parece querer apartar, endurecer y compartimentar.
“Nuestro pino”. Así lo llamábamos. Era un pino típico del mediterráneo, de esos que parecen brócolis. Se hallaba justo en la entrada de un pueblo llamado Valls, en la provincia de Tarragona. Lo saludábamos desde el coche durante nuestro trayecto a la playa muchos fines de semana de mi infancia. Saludar a “nuestro pino” pasó a ser un punto de referencia que marcaba el camino y la distancia ya cercana al anhelado mar Mediterráneo. Ver ese pino y saludarlo llegó a ser algo tan especial como ver a un amigo leal, omnipresente y de fortaleza sobrenatural. Un foco de vida que nos deslumbraba por su belleza tras la hora y media de carretera continua que los cantos en el coche y las preguntas y conversaciones con mis padres solían acortar. Sin deseo de posesión, se convirtió en un hogar interno, de pertenencia a su mundo natural y libre, un lugar de esperanza al cual siempre pude volver y encontrar esos momentos de ilusión compartidos que ahora el aroma de cualquier pino evoca de manera inmediata.
A decir verdad, ese pino vive en todos los árboles de mi vida, independientemente de qué especie se trate y de cómo haya llegado a su sitio. Especies autóctonas o exóticas que han aprendido a convivir, como lo hace el beso eterno del mar Mediterráneo con el océano Atlántico durante su encuentro en la desembocadura del Guadalquivir.
Gracias a ese pino, cada árbol se ha convertido en un maestro estoico y generoso que es capaz de dar sosiego a mi alma. Este árbol nutre a todo el que se le acerca; no sólo convierte el CO2 en oxígeno, sino que nos protege de inundaciones, del calor, del viento, de la lluvia y del frío; nos ancla y da cobijo. Y desde su semilla, su arraigo y actitud de elevación, nos muestra fielmente cómo caminar por nuestra vida.
Ahora escribo acompañada por un gomero llamado Carlitos, cuyas raíces sobreviven constreñidas en un tiesto desde hace muchos años. Quizás Carlitos represente algo de mi espíritu nómada, que sigue mirando al cielo y anhela expandir sus raíces en una tierra integradora. En el horizonte de mis sueños, el pino siente la cálida compañía de palmeras que se alzan con su esbelta elegancia. A través de la ventana de mi realidad inmediata, está el consuelo de abetos y plátanos poblados de ardillas, petirrojos y mirlos. También me llega el aroma de un magnolio en flor. En mis entrañas, viven siempre los olivos de mi amada España, cuyo aceite ha lubricado mis células desde que nací. En mis acuarelas y bitácoras, conviven los algarrobos y todos los árboles visitados por los picaflores de mi amada Argentina: los palos borrachos, las tipas, los aguaribayes, los jacarandás, los chañares, los espinillos, los quebrachos colorados y blancos y más palmeras… ¡las caranday!
Son tantos los árboles que amo que no caben en este humilde escrito. No puedo dejar de mencionar a los alcornoques de Doñana, a los nogales de Asturias, a las encinas de Extremadura, a los hayedos de La Rioja, y a las higueras, cerezos, castaños, almendros, viñas y frutales que, como nuestros ríos, no distinguen las fronteras de nuestras diversas lenguas españolas. ¿Quién conoce los nombres y trayectos de esos ríos —también subterráneos— y el destino de sus aguas? ¿Qué pantanos han contenido al vaivén de qué ríos y cuáles han sido destruidos o se hallan en peligro? ¿Dónde están las fuentes de las plazas de los pueblos y ciudades de nuestra infancia?
Hace años que no paso por la carretera de Valls y que no veo a “nuestro pino”; pero su esencia sigue viva, no sólo en mi interior, sino en mi relación con todos los árboles, también con los caídos, los que ya son ceniza, como la de nuestros muertos. Esencias al servicio de la vida. Vidas sacrificadas ¿por causas nobles… por engaños?
No es lo mismo utilizar la madera de los árboles con equilibrio y respeto que eliminar miles de árboles, hecho que supone un atentado contra la vida de toda la naturaleza.
Somos naturaleza, ese baile de mareas anabólicas y catabólicas, nacimiento y muerte, equilibrio natural. La imposición artificial elimina los matices, simplifica, niega y divide la existencia. Cuanto más disociados estamos de nuestra naturaleza y confundimos el significado de salud y ecología, mayor es el engaño y la confusión en nuestra vida: alimentarnos de la naturaleza es natural; reemplazarla por sustitutos artificiales para “proteger” la naturaleza es una incongruencia. Eliminar esas comunidades de árboles es eliminar nuestra vida; despreciar nuestra cultura, olvidar nuestra literatura, nuestra poesía, nuestra pintura, negar nuestras preguntas, también las valientes preguntas de nuestra infancia.
¿Qué significa la vida de un árbol para un niño, para un ser humano, para todos los seres vivos que habitan el planeta? ¿Qué conversaciones mantendrán los microorganismos y las lombrices, las abejas, las lagartijas y dragones, las hormigas, los saltamontes y las chicharras, las mariquitas, los pájaros, los otros mamíferos que habitan bajo tierra, en los troncos y en las copas de todos los bosques que están siendo aniquilados en estos momentos?
¿Qué sinfonías nos perdemos y perderemos en cada amanecer, a lo largo del día y de la noche? ¿Estamos de acuerdo en sustituir el sonido y la armonía de la naturaleza por el desierto tecnológico de las placas y el ruido estremecedor de esas gigantes turbinas eólicas? ¿Qué ecos producirá todo eso en nuestra imaginación?
¿Hasta dónde llega el desgarro y la locura? ¿Cuál será el dolor de esos olivos y sus raíces?¿Tendrán los árboles una estrategia de supervivencia que desconocemos? ¿Será el llanto desolador de Carmen Mestanza la llamada del abrazo de todas las raíces que quieren extirpar, cuya savia nos avisa del dolor al que nos enfrentaremos cuando sintamos las consecuencias de este exterminio de manera más directa, personal y colectiva?
¿Qué significa ser ecológico? ¿Por qué prohíben recoger y regar las huertas con el agua de la lluvia? ¿Por qué se permite romper el curso de un río para talar árboles y destrozan pantanos con la excusa de que fluyan los ríos? ¿Alguien se ha preguntado qué comunidades serán afectadas por las futuras aguas de los ríos que arrastren los desechos de la codicia?
Escucho los suspiros de nuestra historia a través de Albéniz, Granados y Falla. De repente, llego a 1975 y la canción “Sé de un lugar” del grupo musical Triana me transporta a la tierra donde el sol y los árboles vivían una relación de amor eterno, donde la presencia del árbol era un signo de seguridad, refugio y prosperidad.
¿Qué pasaría si cada uno de nosotros recordara un árbol —uno de tantos— que ha representado algo importante en su vida?
Cuando nos damos cuenta de que nos han engañado ¿qué sucede en nuestro interior? ¿Qué hacemos cuando percibimos una realidad externa que no coincide con nuestros principios de vida?
¿Cuánto tiempo tardarán en desintoxicarse y regenerarse esas hectáreas de tierra ya empobrecida? ¿Qué protección tienen frente a las inevitables tormentas? ¿Cuándo se podrá volver a cultivar en esas tierras expoliadas? Si estas acciones continúan, ¿de dónde obtendremos nuestro alimento espiritual y físico?
¿Qué parte de nuestra alma dejamos de amar cuando la indiferencia ante el dolor de los otros nos posee? ¿De dónde viene tal indiferencia? ¿Es la indiferencia la defensa de la impotencia? ¿Es la impotencia la pereza del miedo? ¿Qué sucede cuando mi miedo teme más a su parálisis que al cambio? ¿Es el miedo esa incomodidad que nos anima a ser valientes? ¿Cuánta incomodidad necesito sentir para volverme más valiente? ¿Cómo manifiesto mi valentía?
¿Qué significa ser humano? ¿Qué ingredientes humanos nos llevan a empatizar con los demás y a atraer a personas capaces de enfrentarse al gigante Goliat? ¿Qué escribiría Cervantes si viviese en la actualidad? ¿Cómo interpretamos El Quijote? ¿Cómo decidimos a qué respuesta darle más valor y qué nos influye en esa decisión?
Desde la surreal distancia de Londres y con la compañía de Carlitos, mi gomero restringido, sigo escuchando más música que me conecta con las raíces de esos árboles, ahora “Orobroy” de Dorantes. Agradezco profundamente a todos mis compatriotas, voz de mis ancestros, que están haciendo lo posible por proteger la vida que nuestros abuelos crearon con tanto esfuerzo para que ahora podamos vivir con mayor libertad, comodidad, recursos y tiempo para pensar. Pero, ¿cómo reajustarme ante tanta contradicción? ¿Cómo usar mi tiempo y creatividad sin llenarlo de un escapismo que me desapegue de las soluciones posibles y positivas de esta realidad? ¿Cómo podemos escribir nuestra historia para no ser arrastrados por falsedades ni por imposiciones programadas?
Quizás el primer antídoto para la indiferencia —ese miedo enquistado— sea escribirle una carta al primer árbol que acogió un momento íntimo de mi infancia y pedirle que, desde sus más profundas raíces, abrace a los árboles de todos los bosques, campos, tierras y hogares. Y que, desde ese abrazo, amemos la vida a través de la unión de los seres que la constituyen para colaborar en las causas humanas reales, vitales y nobles.
Ana Rivadulla Crespo
Londres, 14 de junio de 2025
Ilustración: Pablo Rodolfo Monguillot @pablomonguillot
Edición: Adelaida Monguillot @adelaidamonguillot @andefilms @3argentinasmusic
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Con esta playlist inspirada en el artículo ‘La presencia y el legado del árbol’ de Ana Rivadulla Crespo, La Tundra te invita a escuchar canciones para homenajear a tu árbol, a todos los árboles de tu historia, de nuestra historia. Escuchar ahora
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- La presencia y el legado del árbol
- Chop-chop!: Cada quién elige qué comer
- Nada de aventuras: De los patios de Sørensen al barco pirata
- JAWARI’s debut album ROAD RASA: Where Indian Sitar and Colombian Tambora encounter
- Club de Creatividad con Alexis Degrik