A principios del siglo XX una mujer “de bien” no podía ser vista caminando por las calles por el solo placer de caminar. En Flâneuse: Mujeres Caminan la Ciudad, la escritora Lauren Elkin inventa el femenino de flâneur, flâneuse: una ociosa y minuciosa observadora, usualmente encontrada en la ciudad.

Durante mis años universitarios caminé de mi casa a la universidad todos los días e hice el mismo recorrido hasta cuatro veces al día, pues siempre regresaba a casa para almorzar (uno de esos privilegios de las ciudades donde todo es cerca). El aroma de todas las cocinas se mezclaba y se esparcía y la calle olía a comida hecha en casa. Un olor muy familiar de esos años.

Por Silvia Rothlisberger
Ilustración Mitucami

Una pequeña comunidad de caminantes acompañaba estos trayectos, el que vende empanadas en nevera de icopor, el que empuja una carreta llena de aguacates, unas cuadras abajo en el parque el vendedor de jabón para hacer burbujas. A pie, uno se encuentra de frente con las personas, con las arquitecturas, con los árboles, descubre la ciudad y se va descubriendo a uno mismo. Los sueños, los planes, ¿viviré aquí por siempre?, esta casa la están tumbando, ¡que bonito jardín!.

 “¡Muak, mamita!”

Esa costumbre latinoamericana de tirar besos desde los carros o gritar adjetivos indeseados a las desprevenidas que van a pie. En Londres, en cambio, se camina en completo anonimato. Nadie mira, nadie pregunta, todos están en sus prisas personales. No siempre fue así: a principios del siglo XX una mujer “de bien” no podía ser vista caminando por las calles por el solo placer de caminar. Así que salir de compras, acto que en tiempos modernos puede ser banal, en aquella época era una excusa para que una mujer pudiera andar libremente por las calles. Por eso la figura del flâneur, un paseante y observador de la ciudad, o como lo llamara Walter Benjamin: un pensador vagabundo, siempre es relacionado con un hombre. Al punto que el femenino de flâneur no existe, al menos no oficialmente.

La figura del flâneur nace en la primera mitad del siglo XIX. Charles Baudelaire fue pionero en unir la ciudad, la cultura material y la experiencia cotidiana: observador, paseante, filosofó. Enamorado de la multitud y de lo incógnito. También era misógino como lo refleja en su ensayo El Pintor de la Vida Moderna donde describe a la mujer como: “ese ser terrible e incomunicable […] quizá sólo es incomprensible porque no tiene nada que comunicar”. Pensar en aquella época en una mujer flâneur, una caminante errante, que camina para reflexionar, para descubrir en la ciudad los secretos de la vida humana, para inspirarse y crear arte no cabía dentro del imaginario de la época.

En su libro Flâneuse: Mujeres Caminan la Ciudad la escritora Lauren Elkin inventa el femenino de flâneur. Flâneuse: sustantivo del francés. Forma femenina de flâneur, una ociosa, una minuciosa observadora, usualmente encontrada en la ciudad.


Sueña grande, terminarás muerta”

Es en palabras de Lauren Elkin la sentencia que daba la literatura a la mujer que se rebelara contra la tradición y las buenas costumbres como ocurre con Madame Bovary y Anna Karerina. La realidad era diferente y en Flâneuse, Elkin nos cuenta sobre mujeres que sí caminaban por las ciudades para reflexionar e inspirarse. Como la escritora francesa George Sand, quien no solo adoptó por seudónimo un nombre masculino para ser artista con libertad, sino que además vestía de hombre para poder caminar inadvertida en pleno siglo XIX por las calles de Paris. Ciudad a la que se mudó para ser escritora, dejando atrás a su esposo y dos hijos. Se rebeló contra la tradición, y a diferencia del desenlace al que los escritores de ficción de la época la habrían sentenciado no tuvo un trágico final: soñó en grande, vivió como quiso, murió a los 71 años por causas naturales dejando como legado una gran obra literaria.

Amo caminar por Londres”

Son las primeras palabras de la más importante flâneuse de la literatura del siglo XX, La Señora Dalloway. Quizás este personaje es un reflejo directo de su creadora Virginia Woolf, a quien mudarse al barrio bohemio que era en aquella época Bloomsbury le permitió convertirse en una escritora profesional, y fueron sus caminatas las que le dieron algo sobre que escribir.

Virginia Woolf dedicó un ensayo “al mayor placer de la vida urbana”: merodear por las calles. En su ensayo Merodeo Callejero, Woolf describe cómo comprar un lápiz es la excusa perfecta para caminar por Londres y mientras lo hace descubre personajes, escucha conversaciones, vitrinea almacenes.


Las cosas que uno encuentra cuando va a pie

En diferentes caminatas por Londres me he encontrado con un lápiz en el suelo. Lápices rotos o sin punta, o con la punta muy gastada o muy fina recién sacada. ¿Es un mensaje, una señal, una casualidad? Sea lo que sea, cuando ocurre pienso en Woolf, en su vida, sus ensayos. En las sorpresas que nos traen las caminatas urbanas. En Bucaramanga cuando llegaba la noche ocurría el más bello de los conciertos, el que daban los grillos en las pequeñas zonas verdes de las aceras. En Londres uno se encuentra de frente con zorros, esos salvajes urbanos que merodean las calles cuando nadie los esta mirando.

“Mire a la derecha” / “Mire a la izquierda” / “Mire a ambos lados”, son las instrucciones escritas en el suelo en cada cruce peatonal de Londres. En una cultura donde se maneja al revés y los carros vienen del lugar opuesto al que un extranjero espera es imperativo dar instrucciones a los caminantes sobre hacia donde mirar antes de cruzar.

Hay zonas en las que hay tantos chicles pegados al pavimento que se pueden armar constelaciones. Pequeños sistemas creados por los indiferentes que no encuentran un mejor lugar para botar su chicle. En otoño el suelo acumula las hojas secas que caen de los árboles y se camina sobre ellas.


Los mapas que nos inventamos para descubrir la ciudad

Mis primeras caminatas por Londres se orientaban por las estaciones de metro. En lugar de entrar a las estaciones y viajar por los túneles, me movía por encima pero usando el mapa del metro como guía. Alguien que conozco usa como referencia los puentes de Londres: de Tower Bridge a Hampton Court Bridge pasando por otros 31 puentes.

El libro por excelencia que no podía faltar en casa de un londinense era el A to Z, un libro-mapa que demarcaba minuciosamente cada esquina, cada calle, cada plaza. Sin éste era casi imposible encontrar una dirección hasta que aparecieron los smartphones y Google maps se convirtió en el A to Z digital.


¿Para qué un mapa cuando lo que quieres es perderse?

Para caminar fuera de la ruta delimitada por el lugar donde se vive. Para ir más lejos, al lugar desconocido, empecé a subirme a un bus y sentarme en el segundo piso, llegar a una parada y volverme caminando. Salir de lo familiar y entrar a lo desconocido. Como la analogía que nos presenta la escritora Rebecca Solnit en su libro Wanderlust: Una historia sobre caminar: “así como un estante de libros puede reunir poesía japonesa, historia mexicana y novelas rusas, así también los edificios de mi ciudad [San Francisco] contienen Centros Zen, iglesias pentecostales, tiendas de tatuajes, almacenes de frutas y verduras, lugares para comer burritos, cines, restaurantes chinos”.

Las caminatas urbanas revelan historias a cada paso que se da. Cada instrucción en el suelo, el arte urbano, los nombres de las calles, de las estaciones, las fachadas, los transeúntes, son un regalo para las caminantes ociosas y minuciosas observadoras de la ciudad.

Silvia Rothlisberger
Mitucami


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