No hay en el mundo metáfora, ni falsa, ni verdadera, que pueda ocultar el dolor milenario, el silencio, el sabor a barro en la boca de la víctima pisoteada, aunque durante siglos se haya tratado de ocultar tras los velos y los medios sentidos poéticos.
Por José An. Montero
La verdad seguía ahí desnuda, aunque el mundo simulara verla vestida de versos. Podemos mirar hacia otro lado y gritar sobreactuados aquello de “Qué escándalo, he descubierto que aquí se juega”, que gritaba el Capitán Renault en Casablanca mientras recogía su parte de las ganancias.
El disco PUTA de Zahara siempre ha estado ahí, en cada copla y en cada metáfora. Son espinas clavadas desde hace milenios, llagas escondidas bajo sedas. Ahora podemos hacernos los sorprendidos de esta “mancha negra que surge del pecho, chapapote que surge de las arterias” al ponernos frente al espejo, “nadie va a venir a perdonarnos en nombre de nadie”.
Zahara firma un trabajo de brutalidad cotidiana, de infiernos infantiles y adolescentes, de verdades como puños. Once canciones que son como dedos entrando en la garganta, que presionan en la parte de atrás de la lengua para hacer salir la bilis más antigua. Un disco incómodo desde su título, PUTA, y en el que Zahara hace sangrar todas sus heridas, dejando que mane a borbotones, que corra por sus canciones, que libere la pus acumulada de insultos, abusos y humillaciones.
El elefante rosa estaba ahí, siempre ha estado ahí, desde que a los doce años comenzaron a llamarla Marichane, el nombre que daban a la puta del pueblo. El elefante rosa siempre ha estado ahí, en el patio del colegio, en las fiestas del pueblo, en cada cita, en cada pretendiente, en cada propuesta de trabajo, en cada palabra. El elefante rosa siempre estaba ahí, sin que hubiera figura poética que pudiera convertirlo en porcelana fría y ausente. El venenoso elefante rosa siempre está ahí, aprovechando que “somos yonkis del cariño ajeno”, seres necesitados del “aplauso del extraño”.
Once canciones sin tregua, brutales en la voz sutil de Zahara, que conforman un trabajo bello en lo formal y absolutamente desgarrador en su mensaje. Sonidos electrónicos armados por Martí Perarnau capaces de desgarrar, de romper la carne, de hacer volar en cada canción al águila que se come eternamente el hígado de Prometeo. Las máquinas también lloran.
Letras explícitas, tan explícitas como la realidad. Una metamorfosis de nuevos significados para frases hechas y palabras desgastadas capaces de trocar conversaciones comunes en espadas afiladas. Metáforas que dejan de serlo para desvelar un pasado de abusos sexuales, acoso escolar y malos tratos. “Comentar si tengo muchos o pocos amigos, imaginar cómo follo y con cuántos. Pensar en toda la mierda que tengo que aguantar, en cómo cambio si no estoy maquillada”, canta dulcemente en ‘Ramona’. No somos inocentes. No somos irrompibles.
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