El escritor y periodista Santiago Díaz-Bravo nos sumerge en una breve historia del empleo de la ficción como sustituta del relato de lo cotidiano y sus riesgos.

Allá por la primavera de 2017 deambulaba por las calles de Bloomsbury cuando me topé con un letrero que servía de reclamo a una popular librería: «Ficción… porque la vida real es terrible». Asentí para mis adentros y sonreí. Le saqué una foto y la compartí en las redes sociales. Seis años después no estoy tan seguro de las bondades de un mundo donde la mentira se apresta a convertirse en dueña y señora de nuestras vidas.

por Santiago Díaz-Bravo

¿Brad Pitt? ¿Scarlett Johansson? ¿Angelina Jolie? ¿Rafael Nadal? ¿Lionel Messi? Pobrecillos todos. Ya le gustaría a cualquiera de ellos sumar la mitad de los selfis que acumula quien hace tiempo les superó en las preferencias del respetable: una pared. Sí, una pared. Un tabique de ladrillo cobrizo, de apenas ocho metros cuadrados, que día sí, día también, se convierte en compañero de plano de paisanos provenientes de un sinfín de latitudes. Si pusiésemos en fila las fotos tomadas a su vera, probablemente diese varias vueltas al planeta.

Porque es gratis; no se acompaña del matón de turno (si exceptuamos al vigilante que a cada poco despierta de su letargo para rogar a la concurrencia que evite obstruir el paso); jamás ha puesto pegas a acercamientos ni tocamientos y, sobre todo, hace tiempo que dejó de ser lo que es para convertirse en lo que representa, una vulgar tapia de la estación londinense de King’s Cross-St. Pancras ha tornado en uno de los emblemas de los tiempos modernos.

El aparente sinsentido hace las veces de corpus delicti del triunfo de la ficción sobre la realidad, porque la veneración del muro que sirve de soporte al rótulo Platform 9 3/4 (Andén 9 3/4), escenario de una de las escenas de la adaptación cinematográfica de Harry Potter (J. K. Rowling), trae a colación uno de los fenómenos más relevantes de lo que llevamos de siglo. Sin obviar posibles lapsos bibliográficos en quien esto suscribe, abordamos un acontecimiento que, no obstante sus colosales repercusiones, pasa desapercibido a quienes escrutan el modus vivendi de las sociedades contemporáneas.

Platform 3/4 – King’s Cross Station – Foto Santiago Díaz-Bravo

Decir que el mundo está cambiando es una obviedad. Lo ha hecho siempre, desde los remotos tiempos en los que Adán se paseaba con una hoja de parra sobre sus partes pudendas para apartarlas de la vista de no se sabe quién. La diferencia radica en la velocidad. De manejarse durante milenios con un carro tirado por asnos famélicos, en los últimos cuarenta años la historia se ha puesto al volante de un Ferrari Testarrosa.

La enumeración de avances y retrocesos que conlleva el dinamismo contemporáneo resulta kilométrica a la vez que rebatible. No es intención de este observador adentrarse en polémicas estériles, sino establecer el punto de partida en una de las consecuencias más significativas de tal fenómeno, esto es, el hastío, tendente a la desesperación, que provoca en la ciudadanía una realidad tan agitada como difícilmente comprensible, y poner de relieve —echando mano de una premeditada redundancia— la consecuencia de la consecuencia, esto es, los riesgos del empleo de la ficción como sustituta del relato de lo cotidiano. Y es que para lo bueno, lo malo y lo peor, el cine, el teatro, las series, la literatura en definitiva porque todo lo anterior se engloba en ella, se encamina a pasos agigantados hacia su transmutación en dictadora de coetáneos y venideros. Valga recordar que el universo literario —tengámoslo bien presente— no es sino la conversión de la mentira en una de las bellas artes.

La ficción ha jugado un papel fundamental en el devenir de los siglos. Su núcleo atómico es el embuste y éste ha ejercido un rol predominante en toda suerte de batallas y disputas políticas —la historia de la humanidad solo se entiende a través de la sucesión de sus guerras—. Pero no todo han sido espadas, armaduras y patrañas malintencionadas, porque acaso una de sus principales misiones haya residido en el deleite de la ciudadanía mediante el entretenimiento, ofreciendo a las sucesivas generaciones una vía de evasión emocional e intelectual. La creación y recreación de realidades paralelas por mero placer amerita considerarse una de las expresiones más sublimes de las capacidades del género humano, al tiempo que la única virtud que le permite flirtear con la deidad. Los antiguos eran conscientes de tan valioso don. De ahí su reverencial respeto por todo aquello que se hallase vinculado con los oficios literarios.

Con el transcurrir de los siglos y el apadrinamiento de revolucionarios como Miguel de Cervantes, padre de la ficción moderna, la literatura fue refinándose y abundando en su papel de depositaria de las más excelsas virtudes del espíritu humano. Avances tecnológicos mediante, al teatro, extensión primigenia de la palabra escrita, se le fueron sumando escenarios. La radio, el cine y la televisión se convirtieron en nuevos proscenios, con el añadido de que permitían derribar fronteras y abarcar mayores audiencias. Al igual que ocurriese con la música y otras expresiones artísticas, la literatura se popularizó en todas sus formas hasta convertirse en parte indisociable de las sociedades. Reforzó con ello su rol medicinal: en tanto que realidad paralela, se consolidó como una suerte de asidero al que recurrir en los malos momentos, los individuales y los colectivos.

Los estertores del siglo XX y el amanecer del XXI se rindieron a la nueva religión planetaria: internet. Las posibilidades de que la ciudadanía accediese a contenidos literarios –entendiendo también como tales, insisto, los audiovisuales– se incrementaron de forma exponencial. Ese fortalecimiento de las economías de escala posibilitó un vertiginoso proceso de abaratamiento de la producción y el consumo. Los contenidos comenzaron a reproducirse por esporas porque la demanda lo hacía incluso en una mayor proporción.

Entiendo que, al menos hasta aquí, cualquiera de ustedes, consumidor de Netflix, HBO, Sky, Amazon, YouTube, Infinity, Cuzom, BBCplayer… me dará la razón.

Unos meses atrás, escudriñando las baldas de las siempre arrebatadoras novedades de la British Library, descubrí el ensayo Stop Reading the News: A Manifesto for a Happier, Calmer and Wiser Life (Deje de leer las noticias: un manifiesto para una vida más feliz, tranquila y sensata), traducción al inglés de una obra del escritor suizo Rolf Dobelli. El autor aboga por una vida radicalmente alejada de los medios de comunicación, única receta para sumergirnos en una existencia plácida y tendente, en la medida de lo posible, a la felicidad personal y la armonía social.

Coincidiendo con Dobelli en muchos de sus argumentos; discordando en otros tantos porque he sido periodista la mayor parte de mi vida y aunque de sobra conozco las maldades de los medios, también podría citar unas cuantas benevolencias; dejando asimismo a un lado el ánimo de abundar en sus apasionantes alegatos, dicho ensayo me proveyó de la curiosidad suficiente para tratar de discernir si tan voluntariosa proclama de dar la espalda al mundo —dando por sentado que los medios de comunicación hacen las veces de ventana al mismo— nacía de un espíritu libre o, bien al contrario, servía de involuntario recopilatorio a una incipiente tendencia. El resultado de las pesquisas me ha dejado un regusto amargo.

A quien ha abandonado el periodismo por la literatura debería alegrarle sobremanera un cambio de paradigma en el que la ficción torna en dueña y señora, pero las consecuencias de tal hecatombe —sí, hecatombe— desembocarían en unas sociedades desnortadas donde la carencia de una jerarquía de la realidad, esto es, de un listado que permita diferenciar sin ambages lo importante de lo accesorio, tornaría en el caótico fundamento que rigiese nuestras vidas y determinase nuestras decisiones. Y tal panorama, cuyas consecuencias en buena medida ya sufrimos  –obsérvese detenidamente el paisaje político–, es una pésima noticia para cualquier hijo de vecino.

La oferta crea la demanda; se trata de una de las leyes inexorable del mercado. Mire a su alrededor: las plataformas audiovisuales brotan como setas tras un día de lluvia; el precio de la suscripción mensual a cualquiera de ellas equivale a tres cafés en Londres; en el ámbito familiar, en el laboral, en las conversaciones de bares, restaurantes y redes sociales, las charlas y recomendaciones sobre series y películas se han convertido en el pan nuestro de cada día, ora descalificándolas, ora rindiéndoles pleitesía al extremo de convertirnos en hombres-anuncio. Mientras, pasamos de refilón, citándolas con la boca chica, por las realidades desagradables que pueblan los noticiarios y minan nuestro ánimo.

En el colmo de la humillación, los contenidos de las plataformas audiovisuales han llegado a colonizar los propios medios de comunicación, que siguiendo la tendencia iniciada con la eclosión de internet parecen haberse puesto por obra cavar veinte metros más abajo su propia tumba. En resumidas cuentas, la ficción comienza a apoderarse de todo, a sustituir al relato de lo cotidiano. Si tal fenómeno no se revierte, acabaremos poblando un mundo de mentira.

El caso es que el manifiesto de Dobelli llega después de que un creciente número de ciudadanos se haya apuntado a los principios que defiende. La diferencia estriba en que mientras el autor suizo fundamente su decisión en unos argumentos teóricos sólidos, el grueso de sus involuntarios seguidores se han decantado por darle la espalda a las noticias bien por descreimiento, bien por hastío, bien por una inusitada necesidad de salubridad mental. En la mayoría de los casos sin ser conscientes de su propia decisión. Mucho menos de sus implicaciones.

Tomemos nota de unos cuantos detonantes de la incipiente tendencia descrita en el párrafo anterior: desconfianza hacia los medios de comunicación (fundadas sospechas del reforzamiento de sus vínculos con las instituciones políticas y económicas y constatación de una imperdonable impericia profesional); sobreabundancia de información (internet ha convertido los flujos de noticias en un circo irrelevante donde separar el trigo de la paja y la verdad del bulo torna en tarea imposible incluso para los más avezados indagadores); el apremio, a menudo sustentado en necesidades clínicas, de huir de los miedos (el aludido circo informativo que puebla internet provoca una profunda sensación de indefensión, alarma y desesperación en una parte de la ciudadanía que se siente desbordada por un aluvión de riesgos que le persiguen a modo de guillotina).

Tal escenario, además de provocar que la ciudadanía se aparte de las noticias, conduce a la búsqueda de alternativas que provoquen un placer inmediato, capaz de alejar preocupaciones y temores. El público ansía cobijarse bajo un caparazón que le proteja de una realidad que bien por inabarcable, bien por inmanejable y estremecedora, le provoca infelicidad. Y llegados a este punto, ¿qué mejor que la ficción? La disfrutamos como real a sabiendas de que no lo es; colma nuestras horas de creatividad, belleza y emociones a cambio de unas pocas monedas y nos basta con pulsar un botón para anular cualquier potencial decepción y hallar ipso facto una solución que satisfaga nuestra necesidad de goce urgente. ¿Hay quien dé más?

Si al paisaje descrito le añadimos la sociedad robotizada que nos espera a la vuelta de la esquina, donde las máquinas sustituirán a buena parte de la fuerza laboral y el tiempo de ocio se incrementará exponencialmente, la aplastante victoria de la ficción se adivina insoslayable. El mundo real, el que siempre ha ocupado nuestros desvelos porque es el que de verdad nos afecta y debe importarnos, al que la ficción se ha limitado a acompañar durante siglos a modo de fiel vasalla, tornará en marginal. Las implicaciones son devastadoras, empezando por el concepto de democracia entendido como la suma de las voluntades individuales basadas en el conocimiento. ¿Del protagonista de qué serie nos vamos a fiar para decantarnos por una opción política u otra?

De confirmarse las peores previsiones, la opinión pública girará la vista hacia la realidad en contadas ocasiones y escenarios. Primará en todo momento un ánimo selectivo que le permita eludir el estiércol y deleitarse con aquello de felicidad que pueda exprimir. El padre de un amigo, hincha del Real Madrid, evitaba ver en directo los partidos del equipo de sus amores, pero los grababa en vídeo. Una vez transcurridos los 90 minutos, encendía la radio. Si los merengues habían ganado, disfrutaba del partido sobre la marcha; si habían sucumbido al rival, borraba de inmediato la cinta de VHS; en caso de empate, decidía en función de las implicaciones del resultado en la clasificación del campeonato. ¿Por qué sufrir cuando contamos con la posibilidad de elegir? Si el Real Madrid pierde, pasemos el mal trago con la segunda temporada de esa estupenda serie de la que habla todo el mundo. Llenemos nuestra vida de positividad y momentos felices. Convirtámosla en algo parecido a un paraíso.

Nada que objetar a ese deseo de embriagarse de felicidad si no implicará dar la espalda a lo de malo que acontece y nos afecta, renunciando al control del poder y a la búsqueda de la justicia y el perfeccionamiento. Si el mundo va por su lado y nosotros por otro, habremos perdido los mandos de la realidad, y cuando unos pierden los mandos, otros los toman. Incluso por medio de la ficción, porque también a través de ella pueden protagonizarse barrabasadas de toda índole. Así lo plasman los libros de historia.

Allá por la primavera de 2017, una tarde tras abandonar el aula de subtitulación audiovisual de la University College of London, me topé con una pancarta que servía de reclamo a la librería Waterstones de Gower Street: Fiction…because real life is terrible (Ficción… porque la vida real es terrible). Me pareció harto ingeniosa. Lo suficiente para sacarle la foto que acompaña a este artículo. Hoy en día no estoy tan seguro de las bondades de un mundo gobernado por Pinocho.

Santiago Díaz-Bravo Escritor y periodista


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