Entre papeles y postales, Alexis Degrik se acerca a su árbol familiar, a sus vivos y a sus muertos.

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Me dejaron un mensaje diciendo que, al llegar a casa, encontraría una carta con remitente de Italia. En seguida supe que se trataba de algún papel de esos que estaba tramitando para la reconstrucción del árbol legal familiar. Aunque confieso que, en ese instante infinitesimal entre el mensaje y mi suposición, una chispa de surrealismo ilógico me encendió.

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Escribe: Alexis Degrik
Foto: Silvia Demetilla

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Imaginé un camino alternativo completo, me vi llegando a casa y abriendo un sobre sencillo que contenía una postal solitaria con una frase solitaria. Una trashumante postal que decía en su reverso: «Me perdí». Me abstraje y sonreí ausente imaginando la paradoja desatada, mientras cruzaba la ciudad y su sofocante paisaje decembrino. Un mes de premuras que deja poco espacio para el silencio y menos aún para la caprichosa empresa de ordenar los documentos familiares. Sabía que en la mesa que, junto a la puerta, recibe correo, llaves, impuestos y tickets (además de cualquier objeto que sea portado en las manos al atravesar el umbral de entrada con el fin no siempre exitoso de ser luego guardado) esperaba un sobre proveniente de un pueblito alpino remoto con el acta de nacimiento de mi bisabuelo.    

¿Qué hay, pensé, de él, de mi bisabuelo, en ese acta? Además de su nombre escrito y sus datos de ubicación en el sistema administrativo ¿estaba allí su esencia?

Ya que a mi bisabuelo no lo conocí, pensé en otros ancestros muertos, tal vez empujado por la contradicción de estas fechas festivas donde el apremio convive con la inercia hacia el propio corazón. Allí, en mi corazón, viven mis muertos. Ya sé, quizá podría decir que no están tan muertos si algo les anima cuando encuentro su presencia en mí; y, de algún modo, es verdad. Pensé entonces en todos mis vivos. En todos esos seres contemporáneos en cuerpo presente: pareja, amigos, familiares, personas a las que me siento unido por afecto. ¿No están acaso también en mí? Incluso «vivos» no podemos tocarnos; no si no nos damos un profundo sentido interior. Esas personas y yo podemos acercarnos pero nunca lograr fundir las pieles. Nunca lograr que la esencia mía y suya se fundan en una, excepto que nos demos lugar y nos encontremos en un espacio de sensibilidad.


    Es decir que tanto quienes no están en forma material como quienes aún gozan de un cuerpo (o lo sufren) cobran vida cuando es mi corazón quien les encuentra. Allí su esencia cobra sentido como si se tratara de una fuente inagotable de vitalidad. 

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    Me conmovió el hallazgo: muertos y vivos nos encontrábamos de repente en una fiesta del corazón, en un plano que jamás antes había percibido. La fisicalidad diferencia inexorable a unos y otros, y sin embargo, aquello más allá, esa esencia que anima los conglomerados de células, huesos, tejidos y sistemas, y les hace una entidad viva, fluye conectándolos íntimamente. Conectándonos. Mis pies flotaron por las veredas. En mi ser y en mi cuerpo fluía la dicha de haber hallado una salida alternativa. Entre mi vida y la vida, entre la esencia y mi esencia, se iluminaba un puente. 


    Desconozco que habrá pensado la directora del registro civil de Felizzano, aquel pueblito italiano al pie de los Alpes, el día que recibió la postal de Buenos Aires con la que respondí. Guardo una postal similar para cada ser cuyo universo y el mío se tocan. Tan perdido anduve tantas veces en la mente buscando encontrarme, aguardando una epifanía que, en forma de postal, me recordara que perderme, a veces, no está tan mal. 

Alexis Degrik


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