Arrebatadora de principio a fin, divertida al extremo de provocar la carcajada y sarcástica como ninguna de sus novelas anteriores, Santiago Díaz-Bravo (La Orotava, 1968) lo ha vuelto a hacer.
En «God save Froilán» (Pie de Página, 2024) mezcla realidad y ficción al tiempo que vierte en la pipeta las inquietudes políticas que afloraron en la aclamada biología «El hombre que fue Viernes»/«Las intrusas» —si bien desde un punto de vista menos personal— junto con la comicidad pausada y elegante de «Un secreto a voces».
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Por M. Lema
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Los autores, obra tras obra, van forjando su personalidad y conformando un sello propio. Desde el punto de vista formal, la ruta que delimita la carrera de este escritor de las Canarias se adivina marcada por un lenguaje ágil, repleto de cultismos —en ocasiones rebuscadas pedanterías que subrayan lo caricaturesco de ciertos personajes y situaciones— a la vez que de expresiones capaces de escandalizar a los habituales de la misa dominical.
Pero de nada serviría ese circense empeño de exprimir la lengua sin una historia en la que halle acomodo. Y es aquí donde viene lo mejor. Díaz-Bravo toma prestado, una vez más, a un personaje de carne y hueso, Felipe Juan Froilán de Todos los Santos (sí, es su nombre real), un sobrino del actual rey de España, Felipe VI, para convertirlo en eje de una trama donde la madre patria trata de arrebatarle el trono de Westminster a Carlos de Inglaterra, primogénito de una moribunda Isabel II, con el fin de alzar a un español como monarca de medio mundo y, de paso, recuperar para la corona española Gibraltar, un territorio del sur de la Península ibérica ocupado por hordas de hooligans desde tiempos inmemoriales —una suerte de Malvinas mediterráneas que acoge a los más importantes casinos virtuales del viejo
continente—. Con este reclamo, a uno, de entrada, le entran ganas de dejar de lado la última temporada de Slow Horses y embarcarse en tan irreverente aventura. Y eso no es poco.
La trama, que se desarrolla en los días del fallecimiento de la reina Isabel, en septiembre de 2022, halla su origen en tiempos de los Reyes Católicos, allá por finales del siglo XV, cuando ocupaba el trono inglés Enrique VII, padre de quien, a fuerza de buscarse enemigos a diestra y siniestra, forjó el taimado carisma de los británicos. La imagen –literal– de una partida de ajedrez que enfrenta a dicho monarca con un
marinero andaluz abre la novela, cuyas dos primeras palabras no pueden ser más escuetas: «Ganan blancas». La antedicha partida no nace del capricho, sino del recurso a una leyenda (¿no forman parte las leyendas de la realidad?): la de Juan de Lepe, un navegante que supuestamente fue apresado en las costas inglesas y, por mor del destino, acabó trabando amistad con el rey. Un supuesto acuerdo entre ambos según el cual el marinero, si clamaba el jaque mate, se convertiría en monarca durante 24 horas, da pie a la alocada historia que se desarrolla seis siglos después. Hilarante, ¿verdad?

Echando mano, una vez más, de un elenco a la altura de los mejores escenarios novelísticos, por las páginas de «God save Froilán» desfilan desde aristócratas afincados en las antiguallas de la historia hasta detectives sin escrúpulos, espías recalcitrantes, estafadores inmisericordes, narcotraficantes de medio pelo e, incluso, el ex primer ministro británico Rishi Sunak. Los hilos que unen a tan variopintos
personajes se mueven al ritmo que marca un argumento ágil y tan cautivador como desternillante.
Pero no se confunda, estimado lector, porque no es risa todo lo que reluce. A lo largo de las páginas de «God save Froilán» subyace una patética nostalgia, la de dos imperios, el español y el británico, que conocieron tiempos mejores y se empeñan en maquillar lo que los derroteros modernos, definitivamente, les niegan. Este, acaso, sea el sancta sanctorum de la novela, el motivo oculto en el que descansa su esencia. El tiempo pasa, incluso para los más fuertes. Y negar la evidencia lo convierte a uno en extemporáneo y, sobre todo, en ridículo
«God save Froilán», cuya lectura encarecidamente recomiendo, se sirve del relato de vidas decadentes para plasmar la decadencia misma de la política y su alarmante divergencia con respecto al devenir de quienes pueblan calles, bares y talleres. Las grotescas batallas que se libran en los despachos oficiales para que nada cambie a pesar de que todo se vuelva diferente –como subrayó Huxley y recuerda el epígrafe de la novela–, convierten a esta obra en fedataria de la inexorable crueldad del paso
del tiempo. Y lo mejor de todo: se ríe de dicha decadencia. Se carcajea. Se descojona, como dicen en España. Porque reírse de uno mismo es la mejor medicina para aceptar el cómico devenir de la historia.
M. Lema
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