Un cuento de Julia Amigo. Ilustra Mitucami

            La realidad se convirtió en la ficción más imponente. Con sus incongruencias y sus placenteros giros de guión. La trama se iba desarrollando en la total oscuridad, desde el desconocimiento puro. Como protagonistas de una película cuyo guión nunca leímos antes de comenzar a rodar, despertábamos cada día ansiosos, inquietos, deseosos por conocer qué vendría después.

            Así, presa de esta dulce sorpresa, discurría la vida de S aquellos días. Ella no sabía, como no sabía nadie, qué ocurriría después. Cuando observaba la ciudad desde la terraza de su casa, podía constatar, cada una de las veces, la extrañeza de aquella tierra que tantas veces había visto y tan pocas había contemplado.

            Como a veces las horas no tenían con qué ocuparse, comenzó a encontrar una alegría sencilla en el mero hecho de sacar una silla a la terraza de su cuarto piso sin ascensor y poner sus ojos al servicio del paisaje que se abría ante su miope visión. Limpiaba las gafas con esmero, se las ajustaba tocándolas por el centro justo por encima de la nariz, y a continuación simplemente hacía funcionar sus ojos.

            De este modo descubrió, en una noche especialmente clara de luna llena, que los coches —poquísimos—, al discurrir sobre el puente de la autovía que pasaba justo enfrente de su casa, alzándose entre los espesos árboles del bosque que quedaba debajo, esos mismos coches que ella conocía tan bien, parecían, más que tocar el asfalto, volar. Atravesaban la sierra, por encima de la arboleda, rozando las copas de los pinos. Nunca antes se había dado cuenta de ese efecto: la desaparición del puente por efectos de la luz y el surgimiento en su lugar de coches voladores, recién inventados por ella, que recorrían el cielo estrellado dirigiéndose a sus inquietantes misiones.

            Esa era otra de las cosas que la fascinaban. El total desconocimiento del propósito de todos aquellos vehículos, en su mayoría camiones, en su camino hacia la ciudad o alejándose de ella. ¿Qué hacía aquel furgón sobrevolando el bosque a las 3.37 de la madrugada de un miércoles? Ella, antes de que toda esta locura comenzase, nunca se había encontrado despierta a esa hora, lo que había impedido que las algunas verdades ocultas de la vida se mostrasen ante sus ojos.

            Ahora era testigo de un montón de maravillas que hasta esos días habían permanecido camufladas entre el murmullo y la prisa de la vida laboral, social, amorosa. Sola, confinada, desempleada, se encontraba por primera vez en su vida preparada para prestar atención a todos aquellos pequeños milagros para los que no había tenido tiempo antes.

            Pequeños milagros, por otro lado, que no estaba compartiendo con nadie. Ella solía pensar, en aquellos días, que si llamara a cualquiera para contarle que en las noches de luna llena los coches volaban o que los camiones más largos podían transportar todo tipo de tesoros de madrugada —partes de molinos gigantes, postes de la luz hechos de material transparente, libritos minúsculos para las bibliotecas de los pájaros—, probablemente la hubieran tomado por loca.

            De todos modos, qué importa, solía decirse S. Locura confinada, locura creada, locura que no existe. Los pensamiento extraños pertenecían aquellos días a un más que suficiente no-lugar. Era muy placentero perderse en ensoñaciones inverosímiles, montarse películas basándose en cada pequeño ruido, dejarse llevar por el fluir del tiempo día tras día. La muerte y la desolación que acechaban las localidades circundantes habían dejado de existir para ella. No se sentía egoísta ni inhumana por haber logrado sobreponerse al horror exterior. Más bien se encontraba satisfecha por haber conseguido dejar a un lado la oscuridad, apartarla como si de una cortina pesada se tratase, para abrir el paso a su propia vida, a su propio sentir.

            Las llamadas se fueron haciendo cada vez más escasas, los Whatsapp dejaron de llegar eventualmente. Perdió todo contacto con la vida de fuera. Un día el móvil se apagó falto de batería y S se olvidó por completo de volver a alimentarlo.

            Como un animalillo que regresa a su hábitat natural, todo su cuerpo inició una mutación generalizada. Parecía una bestia salvaje, desnuda todo el tiempo, dejando el vello crecer y los pies fundirse con el suelo. Su pelo se tornó sedoso, su piel lucía hidratada, dormía pocas horas, cada vez menos, comía abundantemente, leía como posesa, y cada noche, sin falta, observaba la autovía allá abajo, desde la silla en su terraza. Esa rutinaria falta de rutina productiva se fue adueñando de sus días hasta que S, una mañana lluviosa, tuvo la gloriosa sensación de haber recuperado el control sobre su vida. Desprovista de expectativas, de presiones, de conversaciones, se permitió volver a sentirse ella, con sus luces pesadas y sus sombras ligeras.

            Al salir de nuevo, nadie supo qué fue de S ni qué hizo de su vida, pero sí que fuimos testigos, durante estos párrafos, de su radical transformación en sí misma. Eso es más que suficiente.

Julia Amigo
Mitucami


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