Viajar a un lugar desconocido es un riesgo. Descubrirlo es emocionante. Así llegué a las Islas Malvinas. Con un sin fin de sentimientos, prejuicios, angustias y enojos.

Yo dibujo puentes para que me encuentres

Elsa Bornemann
escritora argentina

Palabras y fotos: Ariel L. Marcel

En Diciembre de 2012 viajé a las islas como fotógrafo de una Asociación Civil, en el marco de un evento deportivo, con el objetivo de construir puentes entre dos naciones, dos culturas, dos comunidades tan lejanas y distantes, pero vecinas y necesarias a la vez.

Sábado

Un avión comercial aterriza en una base militar fuera de escala y te deja en una zona inhóspita, fría, desolada… podríamos decir, patagónica. Llegar a un sitio desconocido, junto a un grupo de veinte personas, te cobija, te ofrece un sentido de pertenencia en un lugar donde te sentís extranjero en todo.

Estamos solos. Atentos. En guardia. Cuidamos de nosotros mismos como si el enemigo estuviera al acecho. Caminamos en fila. Hablamos las palabras justas. “One week” dice el sello que dejaron en mi pasaporte. Salgo de la base. Me lleno los pulmones de ese aire malvinense. Me vuelvo a emocionar.

Domingo

Anhelaba tanto pisar esas tierras y ahora estaba ahí. Maravillado, aturdido, emocionado. Seguía sintiendo un gran dolor 30 años después de la guerra. Habían muerto tantos… y ese paisaje lo sabía. Los campos tenían la memoria de los hombres que la pisaron. Que la defendieron. Que la conquistaron. Quería respuestas. Pero, ¿tenía las preguntas correctas?

Solo dos horas de vuelo para encontrarnos con nuevas costumbres, otras caras, otro clima. Diciembre nos regalaba sol, lluvia, viento y nuevamente sol antes de terminar el día. Conducir del lado izquierdo, carteles en inglés y las construcciones de madera llena de colores nos transportaron a una tierra que, las revistas, no me habían contado durante la guerra.

Tenía una mezcla de querer entender sin dejar de defender mis ideas, contarles “la otra cara”, lo que ellos no sabían sobre los argentinos. ¿Quería escucharlos? Pasó el el impacto emocional y, poco a poco, comenzamos a recorrer la calle principal de Puerto Argentino / Stanley. El primer contacto con la comunidad fue el domingo, en la misa de la iglesia católica Santa María. Luego de seguir toda la celebración en otro idioma, llegó el momento de “darnos la paz”. No hubo temor, no hubo rencor, cada uno se abrazó con el otro. Nos respetamos. Nos vimos a los ojos. Este fue el primer puente.

Lunes

Transcurrían las horas. La humedad que guarda la tundra nos hablaba. El viento traía un relato que no llegaba a descifrar. Recorrí campos de batalla, playas minadas, ruinas de la guerra. Lugares llenos de sufrimiento convertidos, ahora, en puntos turísticos, pero necesarios para que la memoria siga vigente.

Descubrí pozos construidos para defenderse, y pozos creados en un instante por el impacto de una bomba. Sentí el frío en los pies. Pisé un campo esponjoso durante gran parte del recorrido sin saber cuántas historias aún gritaban por debajo.

Martes

Se iba la tarde. Desde el muelle observaba la bahía cuando un lugareño me increpó. Aturdido por el alcohol y en un inglés que no lograba entender, me preguntaba qué hacía ahí, en su tierra, en su muelle, en sus islas. Esto duró solo unos minutos, no era mi idea discutir, no en ese estado. El hombre se fue. Enojado. Triste. Sin respuestas.

Una caminata un poco más extensa me llevó a encontrar un almacén, de esos donde uno puede comprar de todo: chocolates, fiambre, repasadores, ropa de trabajo… y mayonesa de una marca argentina. Fue como volver a casa por un instante. Hablé con sus dueños. Me contaron que, a raíz de nuestra llegada, el avión trasladó menos víveres. El peso de veinte personas reemplazó varias gaseosas, galletitas y huevos, entre otras cosas. Pero, sabían, eran las condiciones que aceptaban al vivir en una isla tan lejos de todo y de todos. Habían aprendido a subsistir con lo que llegaba. Sin lujos ni exageraciones. En ese momento empecé a escuchar otras voces. Este fue mi segundo puente.

Miércoles

Desde temprano anduvimos viajando en caravana. Íbamos al cementerio argentino de Darwin. El camino pedregoso nos guió en medio de tanta soledad. Un avión de guerra nos sobrevoló. Nunca supimos si fue un saludo en honor a nuestros soldados ex combatientes o un simple acto fugaz, para recordarnos que ellos estaban ahí, vivos, fuertes, esperándonos. ¿Ellos? ¿Quiénes son ellos? ¿El hombre aturdido por el alcohol, como único recurso para dejar sus penas; el matrimonio de la tienda que vivía sin ostentaciones; la señora que vendía “recuerdos de Stanley” y regalaba calidez en su escaso castellano?

El cementerio de Darwin nos recibió en el medio de un monte solitario. Nos hizo llorar. Soltamos rencores. Abrazamos a los nuestros. Agradecimos con ellos. Recorrimos las cruces. Nos regalaron paz. Paradójicamente, encontramos paz.

Seguimos viaje al cementerio británico San Carlos. La misma guerra. La misma soledad. La muerte no distingue los silencios. Levanté la vista y encontré la imagen de los aviones argentinos volando la bahía. Me acerqué a una tumba y descubrí el nombre de un soldado inglés de 17 años. Ellos también habían llevado adolescentes. ¿Qué mentes miserables nos invitan a una guerra?

Jueves

En la escalinata de madera de ingreso a la hostería, mientras me calzaba los borceguíes para volver a salir, se acercó una persona. Se presentó humildemente. De alguna manera entendí que venía a pedir perdón. Era el mismo hombre que, alcoholizado, me había increpado días atrás. Me contó cómo había vivido el día en que el Ejército argentino llegó a Puerto Argentino. Cómo tuvo que abandonar a su familia para resguardarse, en la montaña, durante varios días. Pero también me contó cómo era su pueblo, su gente, sus costumbres. Ese día entendí que ellos tampoco querían una guerra. Fueron protagonistas obligados, en tiempo y espacio, de un conflicto que venía de un lugar lejano. Después me dio la mano, se puso la boina y se marchó. Este fue mi tercer puente.

Viernes

Falta solo un día para volver. Caminar por el pueblo. Descubrir leyendas grabadas en los bancos de madera que miran al mar, como esperando que alguien les venga a explicar el por qué de una guerra. Qué necesidad había de traer miles de jóvenes a matarse en un tablero tan chico como estas islas.

Sábado

No me puedo llevar todo lo que encontré y conocí. Lo guardo en imágenes, pero no es lo mismo. Me hago la falsa promesa de volver. Al mismo tiempo, quiero llegar a casa para contar todo lo que viví en una semana. Pero me quedo. Una parte de mí queda atrapada en el recuerdo, en el paisaje, en el mar intenso que golpea la costa y en los silenciosos campos de batalla.

Necesitamos puentes, digo. Puentes que nos encuentren.

8 años después

Hoy, atravesando una cuarentena producto de la pandemia que nos aqueja por estos días de Covid-19, pienso en la necesidad imperiosa de seguir creando puentes. Puentes que nos acerquen, nos comuniquen, nos salven. Porque, al igual que para salir de esta pandemia, después de una guerra tampoco nadie se salva solo.

Ariel Marcel

Buenos Aires, 29 de Marzo de 2020

Ariel L. Marcel Creativo en Amerindia y editor de Tinkuy. Conduce un programa radial de literatura infantil y juvenilen BCNRadio, Congreso de la Nación. @tinkuylibros


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