Los últimos dos huevos bailan en agua hirviendo desde hace unos minutos. Alguna vez escuché que son once los que se requieren para un correctamente cocido huevo duro. Como nunca recuerdo calcularlo con exactitud opto por retirarlos del fuego cuando algo dentro mío dice que ya es momento, consiguiendo así un punto de cocción que es, cada vez, perfectamente inexacto.
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Por Alexis Degrik
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Tomo el huevo, lo casco y le quito la cáscara. Lo corto y lo como. Y este sería el fin de la historia de no ser por un evento que hoy alteró la configuración de esa realidad: Un instante en que el tiempo se desplegó (o se plegó) como papel de origami delante de mí. Me hizo volver atrás y expandir esa actividad cotidiana (y añado en el significado de cotidiana la cualidad de inobservada).
Minutos después de preparar mi desayuno, mientras en un sector de la cocina me dispongo a ingerirlo, en otro, Ingrid saca el segundo huevo del agua y, ante mi mirada expectante, lo prepara cascándolo íntegramente contra el granito con golpecitos apenas parecidos a los que usé. A diferencia de los suyos, los míos trazaron con una única línea de fracturas la circunferencia mayor del huevo. Ella, en cambio, acaba de quebrar cada milímetro de la cáscara.
Luego lo sostiene sobre las falanges de su mano izquierda, dispuesta como una flor o una copa. Allí descansa libre el huevo mientras que, con el canto del pulgar derecho, va empujando la carcasa hecha añicos. Cada fragmento se mantiene unido a muchos otros por la leve membrana blanquecina y elástica que los separa de la clara.
Por mi parte, yo fui descubriendo, rompiendo y tironeando las dos mitades en que separé la cáscara, bajo el chorro de agua que me permite no quemarme. Sobre la palma de mi mano descansan los restos que desprendo, con la atención puesta en que el agua no los arrastre al lavaplatos.
Ingrid no usa agua y parece como si ése y todos los detalles de la misma empresa de descascarar un huevo fueran diametralmente opuestas a las que usé. Son miles de detalles los que desencadenan esa manera diferente: Tal vez unos minutos después la temperatura en el interior del huevo es otra, o quizás las resistencias de nuestras pieles son diferentes. La posición de cada dedo, la manera de sostener, de romper, de retirar; me detengo de repente en los infinitos niveles de presión utilizados inconscientemente por las manos para conservar la integridad ovoide de la clara.
Un sinfín de gestos particulares que vuelven a este acto cotidiano un suceso único, artístico, creativo, naturalmente bello y singular.
Pude pasar de largo, como muchas otras veces; pude no detenerme en la maravilla de una actividad que es, incluso al hacerla yo mismo, inexorablemente distinta cada vez.
Solemos entender el tiempo como un borde recto; y eso está muy bien a fin de comprender una linealidad en los sucesos. Esa comprensión me hubiera hecho concluir mi desayuno y pasar a otra cosa. Sin embargo, no pasé esta vez de largo. Esta vez me detuve. Descubrí que la línea del tiempo, al igual que la línea del borde de un papel de origami, yace junto al pliegue de otras instancias de esa misma línea. Que los sucesos que se inscriben de manera aparentemente distante pueden tocarse. Que podemos saltar de un instante a otro colapsando el tiempo que media entre dos o más puntos. Descubrí que cuando no estoy atento a ello doy por hecho que se continúan, pero que puedo decidir detenerme y meterme por los pliegues cada vez.
Elijo con cada decisión, cada vez que decido hacer o no hacer, una figura particular e identificable. El tiempo se continúa hacia delante pero también, simultáneamente hacia los pliegues adyacentes que esta figura elegida le presenta.
Si esto ocurre en un acto tan simple como desbaratar un huevo, me pregunto que pasará en otros aspectos también inobservados por cotidianos. Miro hacia atrás. Me veo en esas situaciones en que me sentí perdido durante años hasta haber encontrado un día el pliegue que me permitió salir del embrollo del tiempo. Me descubro así, desplegando pliegues y sin conocer de ningún modo la figura de origami que mi vida crea desde el inicio de la existencia. Si eligiera una, sería una estrella dorada y de muchas puntas.