Se agradece lo vivido: las risas, los palos, los besos robados. El sol tenue de buena mañana que aparece de repente en el infierno –quiero decir, en el invierno–, y la gente que nos hizo el camino más ameno, y las noches blancas que terminan en el albor de una conversación infatigable. Pero también, como dijo el poeta, se canta lo que se pierde. Los proyectos frustrados, las soledades acompañadas. Las malsanas inclemencias del clima, las palabras que se ahogaron en el tintero; y los pozos de la incertidumbre, y las marcas del látigo en el lomo, y, en definitiva, todas esas ideas que terminaron por pudrirse en las entrañas.
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Escribe Álvaro Martínez Canela
Ilustración Luisa Alcívar Mendoza
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Ciertamente sorprende comprobar lo maleables que somos los humanos y la facilidad que tenemos para crear costumbres. Somos capaces hasta de acostumbrarnos a vivir sin ellas. El otro día, me decía un amigo que estaba tan habituado a cambiar de residencia desde que era un crío, que ahora le resultaba raro no hacerlo. Cada vez que se ve rodeado de cajas, rumbo a un nuevo destino, confiesa que es la llamada inevitable de un nuevo capítulo la que acaba venciendo los miedos y las dudas que surgen por el mismo motivo: las potencialidades que se presentan pesan más que la incertidumbre y el tedio que implica empezar una nueva vida desde cero.
Imagino que todo esto les resultará familiar a buena parte de los que vivimos en este siglo, especialmente a todos aquellos que vuelan lejos de la tierra que los vio crecer, persiguiendo el ideal de una vida mejor. Pues las migraciones parecen condición sine qua non de las aves de paso, que, como por instinto, siguen las corrientes, siempre en busca de la pradera con el verde más brillante.
Y es que la globalización ha permitido, entre otras cosas, que personas de distinta procedencia se entremezclen y conozcan otras formas de hacer y entender el mundo. Sin duda que, ponerse en los zapatos del otro, respirar su mismo aire y entender su coyuntura, nos enriquecen y expanden nuestros horizontes. Pero, al mismo tiempo, puesto que somos seres limitados, parece inevitable que esa extensión de suelo vital provoque también que la superficie de nuestro mar esté cada vez más cerca del fondo. Es decir, de alguna manera, la identidad de los individuos se ensancha, pero se aplana.
Si se piensa, el carácter se va forjando con todo aquello que uno percibe e imprime en el mundo desde que se es bien niño. Con las tradiciones que componen su cultura, con la cadencia que tiene su lengua, con la manera que tienen de relacionarse las personas, con su gastronomía, con sus condiciones climatológicas, sus estilos de vida, sus celebraciones y sus lutos, entre tantas. Así pues, el nómada estacional del siglo veintiuno va transitando por diversos destinos con un pie en sus circunstancias presentes y otro en todas aquellas que forjaron su proceder y su forma de expresión. Esta dicotomía va dilatándose gradualmente a medida que el individuo va perdiendo contacto con sus raíces, y esto, de alguna manera, deja un hondo signo de interrogación en su identidad. Pues acostumbrados a desenvolvernos en la vida acorde a la idiosincrasia de nuestro lugar de origen, forzadamente tendremos que proceder de distinta manera en el nuevo destino, tal y como lo exija su entorno actual.
Quizás ese acostumbrarnos a desacostumbrarnos de todo, sea lo que nos deja un extraño sabor de boca, una sensación de sentirnos crónicamente foráneos, o como cantó Facundo Cabral, ‘no soy de aquí, ni soy de allá’. Pues, por mucho que uno logre construirse un proyecto allí donde vaya, nunca sentirá pertenecer a ese lugar enteramente. De la misma manera, por mucho que se procure volver al lugar de origen, ya las calles, los árboles y las plazas que le vieron crecer le habrán olvidado, y solo podrán verlo como un visitante más. Quizás también por esto mismo, las aves de paso se ven obligadas a responder con más ahínco las incógnitas que se despiertan en sus adentros, para, al menos, no sentirse ajenas cuando se ven reflejadas en los vidrios de los trenes y poder hallar un hogar entre sus cuatro costados, dondequiera que les lleven las corrientes de la vida.
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