Escribe: David Aguirre
Fotos: Silvia Demetilla
EL ABORDAJE
Un día apareció un viejo barco pirata en un balneario olvidado del Río de la Plata, cerca de la ciudad de Buenos Aires.
Los chicos sintieron curiosidad al principio y después se quisieron subir. Lo intentaron de todas las maneras posibles, ayudándose entre ellos, estirándose y alcanzando de cualquier manera la cubierta. No había otra manera de abordarlo. Al fin lo lograron. Eran más de una veintena allá arriba. Cada uno que llegaba sentía la irresistible tentación de subirse y acompañarlos.
Algunos parecían arrepentidos y se bajaban, para lo cual tenían que saltar desde una altura importante o descolgarse. Pero después se aburrían de estar abajo y volvían al abordaje.
¿Qué pasaría cuando subiera la marea? Porque el río es impredecible e implacable. Tan misteriosamente como apareció el barco, podía desaparecer nuevamente, llevándose a todos los niños.
Algunos padres no lo hubieran lamentado demasiado. Porque había padres también, sí. Y ya se estaban hartando del barco pirata y de los niños que les pedían que los subieran y los bajaran. Y que los volvieran a subir.
Y ocurrió. Primero el agua cubrió las dunas más lejanas, como a quinientos metros del barco. Y después de un rato de no prestarle atención, el río estaba en plena marea alta.
El barco, sin embargo, seguía inmóvil.
Es que estaba asentado sobre un gran bloque de hormigón, la nueva gran obra del municipio para disfrute de los vecinos. La recuperación del vínculo con el río, la palabra con la que insisten los community managers desde las redes sociales oficiales.
El barco seguirá allí por los tiempos de los tiempos. Es la atracción principal del parque, que también cuenta con un mirador, tres mástiles sin bandera, tres sectores de estacionamiento, canteros iluminados, bancos y mesas de hormigón, palmeras, y otros juegos infantiles. El barco es uno de esos juegos.
El parque todavía no está inaugurado y los juegos están incompletos. El tobogán, por ejemplo, es solo una escalera de un solo lado, aburridísima. Por eso todavía está envuelto con fajas de clausura.
Lo mismo pasó con el barco. Algún resto de faja todavía cuelga aquí y allá. Otros se fueron con el viento, después de ser arrancados por los padres o los niños. El barco, tal como está, es un peligro. Es decir, es el juego ideal.
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LOS PATIOS DE SØRENSEN
En 1931 Carl Sorensen dio con una solución para un problema que lo inquietaba. Era arquitecto y paisajista. Los niños simplemente se negaban a jugar en los espacios que les reservaba en sus proyectos. Les resultaban más interesantes los cráteres de los bombardeos, entre el barro y los escombros. La pregunta era: ¿qué querían realmente los niños? ¿Qué necesitaban?
No había otro modo de averiguarlo que ponerse en el lugar del niño.
Y si preferían explorar entre los escombros antes que el tobogán o la hamaca, la clave era incorporar cierto grado de riesgo y desorden típicamente infantil, en lugar de juegos fijos.
Así que pensó en un espacio confinado, sí, pero que tuviera las posibilidades de juego creativo ilimitado y anárquico que podía tener, por ejemplo, un simple basural. Y lo llamó “basural” o, literalmente, “patio de recreo de basura”. En danés quizás suene mejor: skrammellegepladser.
El primer patio de este tipo se instaló en un barrio al norte de Copenhague en 1941. El éxito fue instantáneo. En su momento, llegó a convocar a novecientos chicos de los edificios de los alrededores.
La actividad era incesante y desquiciante para la paciencia de un adulto. Los chicos se trepaban a los árboles, armaban puentes o casas con tablones, clavos y herramientas donados por la industria local, montaban hamacas con neumáticos usados, levantaban puentes, hacían pozos y los llenaban de agua. Finalmente, podían destruir todo y hasta prenderlo fuego. Valía todo. Incluso había una orden de no dejar las construcciones en pie por más de quince días.
Por supuesto, había adultos supervisando todo el tiempo. Debían intervenir lo menos posible. Y si no intervenían, mucho mejor.
“De todas las cosas que ayudé a realizar, el ‘basural’ es la más fea de todas, pero para mí es el más hermoso y el mejor de mis trabajos”, dijo Sorensen.
Marjorie Allen, conocida como Lady Allen de Hurtwood, quedó fascinada por la idea y la llevó a Gran Bretaña. Era arquitecta y paisajista como Sorensen. Durante tres décadas, hasta su muerte a mediados de los 70s, ayudó a implementar los patios de Sorensen en las ciudades más importantes de la isla. Por entonces dejaron de ser “basurales” y pasaron a llamarse con el nombre que llevan actualmente: “patios de aventuras”.
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JUGANDO CON EL PELIGRO
A los chicos les encanta correr riesgos. Por eso les resulta irresistible:
- jugar en grandes alturas (trepar);
- jugar a grandes velocidades (correr cuesta abajo, los “trencitos”);
- jugar con herramientas peligrosas (cuchillos, martillos);
- jugar con elementos peligrosos (agua, fuego);
- los juegos de lucha;
- perderse (esconderse, explorar lugares)
Los juegos de una plaza común ofrecen muy poco al respecto. Apenas algo de excitación. Por eso los vemos en un constante loop de bajada y subida de tobogán. Por eso siempre demandan más impulso en una hamaca. Y más y más. Si fuera por ellos, no estaría mal completar toda la vuelta, tocar el cielo con los pies y descender por el otro lado. Si la fuerza de gravedad no lo hiciera tan difícil.
Pero además de la fuerza de la gravedad hay otra resistencia que lo impide, con toda la razón del mundo: el temor de los padres.
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UN RAZONABLE CERO POR CIENTO
En los países realmente pobres, donde el trabajo infantil está generalizado, el juego es visto como una pérdida de tiempo y energía.
El resto del mundo, que vive bajo estándares de vida mucho más aceptables, ve al juego con buenos ojos. Es una necesidad en una etapa de la vida e incluso durante toda la vida, por qué no. Pero se teme mucho al riesgo. El riesgo lo aterra y pretende eliminarlo completamente. Esta ha sido la tendencia en los últimos tiempos.
Los juegos de plaza son relativamente seguros comparados a los juegos en un patio de aventuras. Pero quedarse en casa es totalmente seguro comparado con ir a una plaza, donde la probabilidad de caerse, de golpearse o de pelearse nunca es igual a cero. Cada vez más gente elige esa seguridad.
Hay muchos ejemplos. Durante la pandemia, el riesgo de contagiarse al aire libre era ínfimo, pero aún así había quienes voluntariamente salían al exterior con máscara y cubreboca. En calles vacías. Era completamente razonable, no costaba nada. Solo un poco de incomodidad para respirar. ¿Cómo no vas a eliminar completamente el riesgo?
Otros casos son inquietantes. Por ejemplo, podemos suponer que es muy arriesgado tomar un avión después de un accidente aéreo. Y elegimos hacer el viaje por carretera, donde tenemos muchísimas más probabilidades de morir en un choque.

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CADA VEZ MENOS AVENTURAS
No es sorprendente que los patios de aventuras sigan siendo una excepción. Y que cada vez haya menos. La norma es la intolerancia absoluta al peligro. No es que seamos adultos amargados que no quieren ver a los niños divertirse. Es que no queremos que les pase nada.
La propuesta de Sorensen era beneficiosa para toda la sociedad, especialmente para las grandes ciudades. La “basura” debía reemplazar a los aburridos y estáticos juegos de las plazas. Después de todo, las ciudades se estaban haciendo cada vez más cerradas y opresivas para los chicos.
Es más: los patios también cumplen la función que cumplen los actuales “parques de aventura”. Estos parques proporcionan actividades mucho más emocionantes (tirolesa, escalamiento, etc.) que una plaza común pero con un planteo típicamente adulto: organización, previsibilidad y estándares de seguridad estrictos. Y rentabilidad, por supuesto.
Los patios de aventura apenas pudieron llegar a países con alta calidad de vida. Los de siempre: norte de Europa Continental, Reino Unido, Canadá, Oceanía y Japón. Y no prosperaron demasiado. Siguen siendo la excepción. Datos de Londres señalan que hoy hay menos de la mitad que en 1980.
Y para colmo los patios también sufren las grietas de la sociedad. Están siempre ubicados en barrios muy poblados. Hoy son vistos por la clase media como espacios para inmigrantes pobres y por lo tanto inseguros. Un patio de Londres, por ejemplo, reserva un día de la semana exclusivamente para las niñas musulmanas. ¿Se trata, estrictamente hablando, de integración o de discriminación? Cada cual lo verá según sus propias opiniones extremas.
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SUBIR Y BAJAR, BAJAR Y SUBIR
Un tiempo después se inauguran las instalaciones del nuevo parque y se restablece definitivamente el vínculo con el Río de la Plata luego del discurso del intendente.
Los árboles han logrado prender, hasta se atreven a dar hojas y aportan algo de sombra. La escollera es un lujo, con barandas recién pintadas, y protección de plexiglás para que nadie se atreva a meterse al río. Hay también una vista única del skyline porteño, unos pocos kilómetros río arriba.
Los fines de semana, los vecinos empiezan a llegar cuando baja el sol y ocupan casi todas las parcelas de estacionamiento. Dan vueltas por el paseo, lentamente (porque es un paseo breve), contemplan emocionados el infninito marrón del río, los edificios de Buenos Aires y después se sientan en algún lado.
Los juegos rebosan de niños eufóricos y gritones. El tobogán tiene por fin su plano inclinado de plástico amarillo. También hay unas falsas palmeras coloridas, un tanto absurdas, que quizás en algún momento tiren agua.
El barco pirata es sin duda el juego estrella. Pero ya casi no tiene nada de barco y mucho menos de pirata. Ya no cuesta nada subir y se ha llenado de niños pequeños. Es casi imposible no abordarlo: tiene todas las formas de acceso concebibles por los diseñadores de juegos. Los chicos suben y bajan, bajan y suben. A lo sumo, innovan subiendo por donde se baja y bajando por donde se sube. Y eso es todo. Se trata de otro juego de niños.
Los padres, mientras tanto, pueden mirar tranquilamente sus celulares, conversar, toman mate, señalar los grandes barcos que pasan o sacarle fotos al skyline.
DAVID AGUIRRE